Y si aquel tono dubitativo y lánguido, distinto de cualquiera que hubiera oído en su voz, era una sorpresa, imaginen lo atónito que me quedé al ver su atuendo. Creo que lo que llevaba se llama salto de cama; o tal vez negligée, dado que la cantidad de tela usada en su construcción es prácticamente nula. Cualquiera que fuera el nombre correcto, lo cierto es que lo llevaba puesto. Y, por rara que pareciera la idea, creo que esa indumentaria tenía algo que ver con mi presencia allí.
—¿Por favor? —repitió ella.
Eso ya era demasiado. A ver, la verdad, ¿qué se suponía que debía hacer? La insatisfecha experiencia con el bedel seguía rondándome por la cabeza, sin contar con los murmullos de decepción que se filtraban desde el asiento de atrás. Una evaluación rápida de la situación revelaba que me hallaba emparedado entre mi querida Deb y el artista oscuro, y ahora, para colmo, se esperaba de mí que llevara a cabo un acto humano, como... Bueno, ¿como qué? Ella no podía desear... ¿Acaso no estaba FURIOSA conmigo? ¿Qué estaba pasando? ¿Y qué pintaba yo en todo esto?
—He enviado a los niños a la casa de al lado —dijo Rita, sosteniendo la puerta con la cadera.
Entré.
Se me ocurren muchas formas de describir lo que sucedió a continuación, pero ninguna parece adecuada. Rita se dirigió hacia el sofá. La seguí. Tomó asiento. Lo mismo hice yo. Se la veía incómoda y no paraba de frotarse las manos. Era como si estuviera esperando algo y, puesto que yo ignoraba de qué se trataba, mi mente viajó hacia el trabajo inconcluso de Jaworski. ¡Si hubiera tenido sólo un poco más de tiempo! ¡La de cosas que podría haber hecho!
Y mientras pensaba en todas esas cosas, me di cuenta de que Rita había empezado a llorar en silencio. La miré durante un momento, intentando borrar las imágenes del bedel despellejado y sin sangre. Les juro por mi vida que no comprendía por qué lloraba, pero dado que he practicado mucho en la imitación de las conductas humanas, sabía que en ese momento debía consolarla. Me incliné hacia ella y coloqué un brazo en torno a sus hombros.
—Tranquila, Rita —dije—. Tranquila.
No es que fuera una de mis mejores frases, pero venía avalada por muchos expertos. Y resultó eficaz. Rita se recostó sobre mí y apoyó la cara en mi pecho. La estreché en mis brazos, y el gesto me devolvió la visión de mi propia mano. Hacía menos de una hora esa misma mano había sostenido un cuchillo de carnicero sobre el pequeño bedel. La idea me dio vértigo.
Y, la verdad, reconozco que no sé cómo sucedió, pero sucedió. En un momento la estaba acariciando, entre murmullos de «tranquila, tranquila», y contemplando las líneas de mi mano, sintiendo cómo la memoria sensitiva se filtraba por los dedos, aquella fuente de luz y poder sentida mientras el cuchillo exploraba el abdomen de Jaworski. Y al minuto siguiente...
Creo que Rita me miró. También estoy bastante seguro de que le devolví la mirada. Y sin embargo, en cierto modo, no fue a Rita a quien vi, sino a un conjunto de miembros fríos y sin sangre. Y no eran las manos de Rita las que percibía en la hebilla del cinturón, sino aquel estribillo creciente e insatisfecho producido por el Oscuro Pasajero. Y muy poco después...
Bueno, sigue siendo algo impensable. Quiero decir... allí mismo, en el sofá.
¿Cómo diablos llegó a suceder eso?
Cuando me acosté en mi estrecha cama estaba totalmente exhausto. Por regla general no me hace falta dormir mucho, pero aquella noche presentía que necesitaría al menos treinta y seis horas. Los acontecimientos de aquella noche, combinados con la tensión provocada por tantas experiencias nuevas, me habían dejado vaciado. Más vaciado estaba Jaworski, claro, aquel insecto repugnante, pero había usado toda la reserva mensual de adrenalina en una única noche. Ni siquiera podía empezar a pensar qué significaba todo aquello, desde el extraño impulso de emprender la caza de forma tan airada e inmisericorde hasta las cosas increíbles que habían sucedido en casa de Rita. La había dejado dormida y, en apariencia, mucho más feliz. Pero el pobre, siniestro y turbado Dexter volvía a estar perplejo, y cuando la cabeza rozó la almohada, el sueño me venció casi al instante.