La última prueba, la Coronación, la resistí muy bien. Era el último tamiz, la última estación selectiva. Al Martin, un muchacho que entonces tenía en la Tierra el mismo aspecto que yo ahora, un coloso, un único ovillo de músculos duros como el hierro, la tranquilidad misma, o al menos eso parecía, volvió de la Coronación a la Tierra en un estado tal que hubo que llevarle inmediatamente al sanatorio.
Esta Coronación era algo muy sencillo. Se introducía al sujeto en un traje espacial, se le llevaba a una órbita cercana a la Tierra, y a una altitud de unos cien mil kilómetros, cuando la Tierra lucía como una Luna cinco veces mayor, se le echaba simplemente al vacío y los demás se alejaban. Y entonces, colgado de esta manera, moviendo manos y piernas, había que esperar su regreso, la salvación; el traje espacial era seguro, cómodo, tenía oxígeno y climatización, calentaba e incluso alimentaba al sujeto con una pasta nutritiva que salía cada dos horas de una boquilla especial, gracias a una ligera presión. Así pues, no podía ocurrir absolutamente nada, salvo si fallaba el pequeño aparato de radio acoplado a la parte exterior del traje, que emitía una señal automática para indicar el lugar exacto de la situación de su propietario. En este traje espacial sólo faltaba una cosa que siempre llevaba incorporada: el transmisor, y deliberadamente, claro, por lo que no se podía oír ninguna voz que no fuese la propia. De este modo había que estar suspendido en medio de la oscuridad y las estrellas, girando por la falta de gravedad y esperando. Durante mucho tiempo, ciertamente, pero no demasiado. Y nada más.
Sí, pero hacía enloquecer a los hombres; en los cohetes de la base eran víctimas de convulsiones epilépticas. Esto era lo peor de todo para los hombres: esta destrucción total, este aislamiento, la muerte con plena conciencia; era la experiencia de la eternidad, que se infiltraba en los hombres y les dejaba probar su espantoso sabor. Se nos comunicaba el conocimiento, siempre considerado como imposible de alcanzar, de la insondabilidad sin fronteras de la existencia extraterrena; un abismo ilimitado, estrellas entre las piernas, que colgaban y se agitaban inútilmente, la superfluidad de las manos, de la boca, de los gestos, de todo movimiento e inmovilidad. Dentro de los trajes espaciales resonaba un grito, los infelices proferían alaridos… pero, basta.
Basta ya de recordar lo que sólo fue una prueba, una introducción, deliberada y cuidadosamente preparada, rodeada de todas las medidas de seguridad: a ninguno de los «coronados» le pasó nada en el sentido físico, nada; todos fueron encontrados sanos y salvos por los cohetes de la base. Claro que esto no nos lo decían, a fin de no restar nada a la autenticidad de la situación.
La Coronación me fue bien porque tenía un sistema propio. Era muy sencillo y totalmente deshonesto, pues era precisamente lo que no se debía hacer. Cuando me lanzaron por la escotilla, cerré los ojos. Luego pensé en las cosas más diversas. Lo único que se necesita en grandes cantidades en una situación así, es la voluntad. Había que proponerse con firmeza no abrir para nada estos desgraciados ojos, pasara lo que pasase. Creo que Janssen conocía este truco mío, pero no hubo consecuencias para mí, ciertamente.
Todo esto ocurría en la Tierra o sus proximidades. Pero después vino un vacío que no estaba preparado, ni procedía del laboratorio. Que mataba realmente, no sólo en apariencia.
Tuvo piedad de muchos: Olaf, Gimma, Thurber, yo, los otros siete del Ulises, e incluso nos permitió volver. Y entonces nosotros, que no anhelábamos otra cosa que paz, después de realizar tan perfectamente nuestro sueño, lo despreciamos. Fue Platón, me parece, quien dijo una vez: «Desgraciado, obtendrás lo que querías tener.»
VII