— Bueno — accedí inesperadamente y di media vuelta. El no estaba preparado para esto; permaneció quieto un momento más y entonces me agarró por el hombro y me condujo a otro edificio, más bajo que el primero. En una sala vacía, sólo iluminada por dos lámparas, tomamos una cena fría, sin sentarnos. Durante todo este rato sólo pronunciamos unas diez palabras. Luego volvimos al primer piso.
Me llevó a una habitación casi cuadrada, de una blancura mate, con una gran ventana que daba al parque, pero desde otro lado, ya que no podían verse las luces de la ciudad sobre los árboles; allí había una cama recién hecha, dos sillones pequeños y uno mayor, apoyado contra la ventana. Tras una puerta pequeña, que estaba entornada, refulgían los azulejos del cuarto de baño. Olaf se quedó en el umbral con los brazos colgando, como si esperase alguna palabra mía. Pero como yo callaba, me paseaba por la habitación y pasaba mecánicamente la mano por los muebles, a fin de tomar una efímera posesión de ellos, me preguntó en voz baja:
— ¿Puedo…, puedo hacer algo por ti?
— Sí — repuse —. Déjame solo.
Permaneció allí, sin moverse. De repente enrojeció con violencia, luego palideció, y en seguida esbozó una sonrisa… con la cual intentó borrar el insulto. Porque mis palabras habían sido realmente ofensivas. Esta sonrisa débil y lastimera desencadenó algo en mí; al intentar con torpe esfuerzo librarme de la máscara de indiferencia que había adoptado porque no podía hacer otra cosa, salté hacia él cuando ya se había vuelto para irse le cogí la mano y casi se la machaqué. Este fuerte apretón fue mi disculpa. Olaf, sin volverse, contestó con el mismo apretón y salió. Yo aún sentía la fuerte presión de su mano en la mía cuando él cerró la puerta tras de sí con tanta suavidad como si abandonara la habitación de un enfermo. Yo me quedé solo, como había querido.
En la casa reinaba un silencio absoluto. Ni siquiera oí los pasos de Olaf al alejarse; en el cristal de la ventana se dibujaba débilmente mi corpulenta figura, de un lugar desconocido brotaba aire caliente y sobre los contornos de mi silueta vi las copas oscuras de los árboles, que desaparecían en la oscuridad; recorrí de nuevo la habitación con la mirada y me senté en el gran sillón, junto a la ventana.
La noche de otoño acababa de caer. Yo no podía ni pensar en dormir. Volví a levantarme.
La oscuridad reinante al otro lado de la ventana debía estar llena de frescor y el susurro de las ramas sin hojas, rozándose entre sí — y de improviso me asaltó la necesidad de ir allí, de vagar en la penumbra, en su caos, que nadie había planeado. Rápidamente abandoné la habitación.
El pasillo estaba vacío. Fui de puntillas hacia la escalera, lo cual fue una precaución excesiva; seguro que Olaf ya estaba en otro piso y en otra ala del edificio. Bajé corriendo, ya sin preocuparme del ruido de mis pasos, salí y eché a andar.
No elegí ninguna dirección; caminé de modo que las luces de la ciudad quedaran a un lado. Las avenidas del parque no tardaron en llevarme a sus límites, señalados con un seto.
Me encontré en la calle, que seguí durante un rato, hasta que me detuve repentinamente.
Quería abandonar esta calle, ya que conducía a un barrio, a la gente, y yo quería estar solo.
Recordé lo que Olaf me había dicho en Klavestra a propósito de Melleolan, esa nueva ciudad construida en las montañas después de nuestra marcha; varios kilómetros de la calle que acababa de recorrer sólo consistían, efectivamente, en serpentinas y curvas, que debían evitar las laderas, pero en plena oscuridad yo no podía fiarme de mi propia vista. La carretera no estaba iluminada, como todas las demás, ya que su superficie era fosforescente, lo cual bastaba para distinguir los arbustos que crecían a pocos pasos de ella. Dejé, pues, la carretera, llegué a tientas a la espesura de un pequeño bosque que me condujo por un terreno escarpado a un promontorio más extenso, sin árboles… lo advertí porque allí el aire soplaba sin obstáculos. Vi varias veces desde lejos, al fondo, la pálida serpiente de la carretera, y poco después incluso esta última luz desapareció; me detuve por segunda vez e intenté — no tanto con la impotente vista como con todo el cuerpo y el rostro, que volví hacia la dirección del viento — orientarme en este lugar desconocido. Como un planeta extraño. Quería llegar por el camino más corto a una de las cumbres que rodeaban el valle donde se asentaba la ciudad, pero ¿qué dirección debía tomar? De pronto, cuando ya me parecía imposible, oí un susurro distante y prolongado a mi derecha. Recordaba vagamente la voz de las olas…, no, era el susurro del bosque, del viento que soplaba con fuerza mucho más arriba que el lugar donde yo me encontraba. Esa era mi dirección.