Las serpientes se separaron al abrirse el muro. Las dos mitades de éste se deslizaron a los lados hasta quedar ocultas, y Harry, temblando de la cabeza a los pies, entró.
17
El heredero de Slytherin
Se hallaba en el extremo de una sala muy grande, apenas iluminada. Altísimas columnas de piedra talladas con serpientes enlazadas se elevaban para sostener un techo que se perdía en la oscuridad, proyectando largas sombras negras sobre la extraña penumbra verdosa que reinaba en la estancia.
Con el corazón latiéndole muy rápido, Harry escuchó aquel silencio de ultratumba.
¿Estaría el basilisco acechando en algún rincón oscuro, detrás de una columna? ¿Y
dónde estaría Ginny?
Sacó su varita y avanzó por entre las columnas decoradas con serpientes. Sus pasos resonaban en los muros sombríos. Iba con los ojos entornados, dispuesto a cerrarlos completamente al menor indicio de movimiento. Le parecía que las serpientes de piedra lo vigilaban desde las cuencas vacías de sus ojos. Más de una vez, el corazón le dio un vuelco al creer que alguna se movía.
Al llegar al último par de columnas, vio una estatua, tan alta como la misma cámara, que surgía imponente, adosada al muro del fondo.
Harry tuvo que echar atrás la cabeza para poder ver el rostro gigantesco que la coronaba: era un rostro antiguo y simiesco, con una barba larga y fina que le llegaba casi hasta el final de la amplia túnica de mago, donde unos enormes pies de color gris se asentaban sobre el liso suelo. Y entre los pies, boca abajo, vio una pequeña figura con túnica negra y el cabello de un rojo encendido.
—¡Ginny! —susurró Harry, corriendo hacia ella e hincándose de rodillas—.
¡Ginny! ¡No estés muerta! ¡Por favor, no estés muerta! —Dejó la varita a un lado, cogió a Ginny por los hombros y le dio la vuelta. Tenía la cara tan blanca y fría como el mármol, aunque los ojos estaban cerrados, así que no estaba petrificada. Pero entonces tenía que estar...—. Ginny, por favor, despierta —susurró Harry sin esperanza, agitándola. La cabeza de Ginny se movió, inanimada, de un lado a otro.
—No despertará —dijo una voz suave.
Harry se enderezó de un salto.
Un muchacho alto, de pelo negro, estaba apoyado contra la columna más cercana, mirándole. Tenía los contornos borrosos, como Harry si lo estuviera mirando a través de un cristal empañado. Pero no había dudas sobre quién era.
—Tom... ¿Tom Ryddle?
Ryddle asintió con la cabeza, sin apartar los ojos del rostro de Harry.
—¿Qué quieres decir? ¿Por qué no despertará? —dijo Harry desesperado—. ¿Ella no está... no está...?
—Todavía está viva —contestó Ryddle—, pero por muy poco tiempo.
Harry lo miró detenidamente. Tom Ryddle había estudiado en Hogwarts hacía cincuenta años, y sin embargo allí, bajo aquella luz rara, neblinosa y brillante, aparentaba tener dieciséis años, ni un día más.
—¿Eres un fantasma? —preguntó Harry dubitativo.
—Soy un recuerdo —respondió Ryddle tranquilamente— guardado en un diario durante cincuenta años.
Ryddle señaló hacia los gigantescos dedos de los pies de la estatua. Allí se encontraba, abierto, el pequeño diario negro que Harry había hallado en los aseos de Myrtle
—Tienes que ayudarme, Tom —dijo Harry, volviendo a levantar la cabeza de Ginny—. Tenemos que sacarla de aquí. Hay un basilisco... No sé dónde está, pero podría llegar en cualquier momento. Por favor, ayúdame...
Ryddle no se movió. Harry, sudando, logró levantar a medias a Ginny del suelo, y se inclinó a recoger su varita.
Pero la varita ya no estaba.
—¿Has visto...?
Levantó los ojos. Ryddle seguía mirándolo... y jugueteaba con la varita de Harry entre los dedos.
—Gracias —dijo Harry, tendiendo la mano para que el muchacho se la devolviera.
Una sonrisa curvó las comisuras de la boca de Ryddle. Siguió mirando a Harry, jugando indolente con la varita.
—Escucha —dijo Harry con impaciencia. Las rodillas se le doblaban bajo el peso muerto de Ginny—. ¡Tenemos que huir! Si aparece el basilisco...
—No vendrá si no es llamado —dijo Ryddle con toda tranquilidad.
Harry volvió a posar a Ginny en el suelo, incapaz de sostenerla.
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. Mira, dame la varita, podría necesitarla.
La sonrisa de Ryddle se hizo más evidente.
—No la necesitarás —repuso.
Harry lo miró.
—¿A qué te refieres, yo no...?
—He esperado este momento durante mucho tiempo, Harry Potter —dijo Ryddle—
. Quería verte. Y hablarte.
—Mira —dijo Harry, perdiendo la paciencia—, me parece que no lo has entendido: estamos en la Cámara de los Secretos. Ya tendremos tiempo de hablar luego.
—Vamos a hablar ahora —dijo Ryddle, sin dejar de sonreír, y se guardó en el bolsillo la varita de Harry.
Harry lo miró. Allí sucedía algo muy raro.
—¿Cómo ha llegado Ginny a este estado? —preguntó, hablando despacio.