Lo que vieron les pareció increíble. La mazmorra estaba llena de cientos de personas transparentes, de color blanco perla. La mayoría se movían sin ánimo por una sala de baile abarrotada, bailando el vals al horrible y trémulo son de las treinta sierras de una orquesta instalada sobre un escenario vestido de tela negra. Del techo colgaba una lámpara que daba una luz azul medianoche. Al respirar les salía humo de la boca; aquello era como estar en un frigorífico.
—¿Damos una vuelta? —propuso Harry, con la intención de calentarse los pies.
—Cuidado no vayas a atravesar a nadie —advirtió Ron, algo nervioso, mientras empezaban a bordear la sala de baile. Pasaron por delante de un grupo de monjas fúnebres, de una figura harapienta que arrastraba cadenas y del Fraile Gordo, un alegre fantasma de Hufflepuff que hablaba con un caballero que tenía clavada una flecha en la frente. Harry no se sorprendió de que los demás fantasmas evitaran al Barón Sanguinario, un fantasma de Slytherin, adusto, de mirada impertinente y que exhibía manchas de sangre plateadas.
—Oh, no —dijo Hermione, parándose de repente—. Volvamos, volvamos, no quiero hablar con Myrtle
—¿Con quién? —le preguntó Harry, retrocediendo rápidamente.
—Ronda siempre los lavabos de chicas del segundo piso —dijo Hermione.
—¿Los lavabos?
—Sí. No los hemos podido utilizar en todo el curso porque siempre le dan tales llantinas que lo deja todo inundado. De todas maneras, nunca entro en ellos si puedo evitarlo, es horroroso ir al servicio mientras la oyes llorar.
—¡Mira, comida! —dijo Ron.
Al otro lado de la mazmorra había una mesa larga, cubierta también con terciopelo negro. Se acercaron con entusiasmo, pero ante la mesa se quedaron inmóviles, horrorizados. El olor era muy desagradable. En unas preciosas fuentes de plata había unos pescados grandes y podridos; los pasteles, completamente quemados, se amontonaban en las bandejas; había un pastel de vísceras con gusanos, un queso cubierto de un esponjoso moho verde y, como plato estrella de la fiesta, un gran pastel gris en forma de lápida funeraria, decorado con unas letras que parecían de alquitrán y que componían las palabras:
Harry contempló, asombrado, que un fantasma corpulento se acercaba y, avanzando en cuclillas para ponerse a la altura de la comida, atravesaba la mesa con la boca abierta para ensartar por ella un salmón hediondo.
—¿Le encuentras el sabor de esa manera? —le preguntó Harry.
—Casi —contestó con tristeza el fantasma, y se alejó sin rumbo.
—Supongo que lo habrán dejado pudrirse para que tenga más sabor —dijo Hermione con aire de entendida, tapándose la nariz e inclinándose para ver más de cerca el pastel de vísceras podrido.
—Vámonos, me dan náuseas —dijo Ron.
Pero apenas se habían dado la vuelta cuando un hombrecito surgió de repente de debajo de la mesa y se detuvo frente a ellos, suspendido en el aire.
—Hola, Peeves —dijo Harry, con precaución.
A diferencia de los fantasmas que había alrededor, Peeves el
—¿Picáis? —invitó amablemente, ofreciéndoles un cuenco de cacahuetes recubiertos de moho.
—No, gracias —dijo Hermione.
—Os he oído hablar de la pobre Myrtle —dijo Peeves, moviendo los ojos—. No has sido muy amable con la pobre Myrtle. —Tomó aliento y gritó—: ¡EH! ¡MYRTLE!
—No, Peeves, no le digas lo que he dicho, le afectará mucho —susurró Hermione, desesperada—. No quise decir eso, no me importa que ella... Eh, hola, Myrtle.
Hasta ellos se había deslizado el fantasma de una chica rechoncha. Tenía la cara más triste que Harry hubiera visto nunca, medio oculta por un pelo lacio y basto y unas gruesas gafas de concha.
—¿Qué? —preguntó enfurruñada.
—¿Cómo estás, Myrtle? —dijo Hermione, fingiendo un tono animado—. Me alegro de verte fuera de los lavabos.
Myrtle sollozó.
—Ahora mismo la señorita Granger estaba hablando de ti —dijo Peeves a Myrtle al oído, maliciosamente.
—Sólo comentábamos..., comentábamos... lo guapa que estás esta noche —dijo Hermione, mirando a Peeves.
Myrtle dirigió a Hermione una mirada recelosa.
—Te estás burlando de mí —dijo, y unas lágrimas plateadas asomaron inmediatamente a sus ojos pequeños, detrás de las gafas.
—No, lo digo en serio... ¿Verdad que estaba comentando lo guapa que está Myrtle esta noche? —dijo Hermione, dándoles fuertemente a Harry y Ron con los codos en las costillas.
—Sí, sí.
—Claro.
—No me mintáis —dijo Myrtle entre sollozos, con las lágrimas cayéndole por la cara, mientras Peeves, que estaba encima de su hombro, se reía entre dientes—. ¿Creéis que no sé cómo me llama la gente a mis espaldas? ¡Myrtle la gorda! ¡Myrtle la fea!
¡Myrtle la desgraciada, la llorona, la triste!
—Se te ha olvidado «la granos» —dijo Peeves al oído.