– Voy a comprobar la dilatación, ¿entendido? -le advirtió Sara a su hermana, levantándole el vestido.
Los muslos de Tessa estaban impregnados de sangre y fluido, formando una superficie mate, negra y pegajosa. Sara metió los dedos en el canal. La reacción del cuerpo ante cualquier trauma era tensarse, y eso era lo que estaba haciendo ahora Tessa. Sara sintió como si acabara de meter la mano en un torno.
– Intenta relajarte -le dijo Sara a Tessa, palpándole el cuello del útero.
Habían transcurrido muchos años desde que Sara hiciera las prácticas de obstetricia. Incluso lo que había leído últimamente respecto al parto era del todo insuficiente.
No obstante, Sara le dijo:
– Estás bien. Lo estás haciendo bien.
– Lo he notado otra vez -afirmó Jeffrey.
Sara le cortó con una mirada, instándole a que se callara. Ella también había sentido la contracción, pero no podían hacer nada. Aun cuando hubiera una oportunidad de que el bebé estuviera vivo, una cesárea en medio del bosque mataría a Tessa. Si el cuchillo le había seccionado el útero, se desangraría antes de llegar al hospital.
– Muy bien -afirmó Sara, apartando la mano de Tessa-. No has dilatado. Todo va bien. ¿Entendido, Tessa? Todo va bien. Los labios de Tessa seguían moviéndose, pero el único sonido que se oía era el intenso jadeo de su respiración. Estaba hiperventilando, iba directa a la hipocapnia.
– Cálmate, cariño -dijo Sara, acercando su cara a la de Tessa-. Intenta respirar más despacio, ¿entendido?
Sara le enseñó cómo, inhalando profundamente, espirando poco a poco, recordando cuanto había aprendido en las clases de preparación del parto según la técnica de la psicoprofilaxis.
– Muy bien -dijo Sara a medida que la respiración de Tessa comenzó a calmarse-. Lenta y tranquila.
Sara experimentó un alivio momentáneo, pero a continuación todos los músculos de la cara de Tessa se tensaron al mismo tiempo. Su cabeza comenzó a temblar, y la mano de Sara absorbió la vibración como si fuera un diapasón. De los labios de Tessa comenzó a emanar un gorgoteo, y a continuación fluyó un fino hilo de un líquido de color claro. Tenía los ojos vidriosos, la mirada fría y vacía.
Sara, en voz baja, le preguntó a Frank:
– ¿Cuánto va a tardar la ambulancia?
– Ya debería de estar aquí.
– Tessa -dijo Sara, haciendo que su voz sonara seria, amenazadora. No le había hablado así a su hermana desde que Tessa tenía doce años y quería hacer un salto mortal desde el tejado de la casa-. Tessa, aguanta. Aguanta un poco más. Escúchame. Aguanta. Te digo que…
Tessa sufrió un súbito y violento espasmo, la mandíbula se le apretó, los ojos se le pusieron en blanco y emitió unos sonidos guturales. El ataque irrumpió con aterradora intensidad, recorriendo el cuerpo de Tessa como una corriente eléctrica.
Sara intentó utilizar su cuerpo como barrera para que Tessa no se hiciera más daño. Tessa temblaba de manera incontrolable, gemía, los ojos le daban vueltas en las órbitas. Se le aflojó la vejiga, el olor de su orina era fuertemente ácida. Tenía la mandíbula tan apretada que los músculos del cuello le sobresalían como cables de acero.
Sara oyó el zumbido de un motor a lo lejos, a continuación los nítidos golpes intermitentes de las palas de un helicóptero. Cuando la ambulancia aérea sobrevoló sus cabezas antes de aterrizar en el lecho del río, Sara sintió las lágrimas escociéndole los ojos.
– Deprisa -susurró-. Por favor, deprisa.
2
Jeffrey pudo ver a Sara a través de la ventanilla del helicóptero mientras éste se elevaba. Tenía la mano de Tessa apretada contra su pecho, la cabeza inclinada como si rezara. Ni él ni Sara eran creyentes, pero Jeffrey pronunció mentalmente una oración destinada a quien quisiera escucharla, implorando que Tessa se pusiera bien. Siguió mirando a Sara y rezando en silencio, hasta que el helicóptero describió un amplio giro a la derecha y sobrevoló inclinado la hilera de árboles. Cuanto más se alejaba, más le costaba encontrar palabras, por lo que cuando el aparato giró hacia el oeste en dirección a Atlanta, lo único que experimentó fue cólera e impotencia.
Jeffrey bajó la mirada hacia la fina tira blanca de plástico que había encontrado en la mano de Tessa. Se la había arrancado de la palma antes de que la subieran al helicóptero, con la esperanza de que quizá les condujera a la persona que la había atacado. Ahora, al contemplarla, sintió que lo invadía una aplastante sensación de desaliento. Tanto él como Sara habían tocado el plástico. No había huellas claras en la sangre. No había manera de saber si tenía algo que ver con la agresión.
– ¿Jefe?
Frank le entregó a Jeffrey la americana y la camisa, las dos empapadas de sangre.
– Cristo -dijo, sacando la placa y la cartera. Estaban tan impregnadas como sus ropas. Encontró una bolsa para pruebas y metió la tira de plástico dentro mientras preguntaba-: ¿Qué demonios ha pasado?
Frank extendió las manos sin decir nada.