Le dedicó una sonrisa y se inclinó sobre la mesa para besarla en los labios. Ophélie no se resistió, sino que más bien aceptó el gesto con alegría. En el fondo de su corazón, lo amaba, solo que aún no sabía qué hacer al respecto. Si algún día se permitía volver a vivir y a amar, sabía que el elegido sería Matt. Pero, por otro lado, la torturaba la posibilidad de que Ted hubiera acabado con su existencia como mujer. No merecía ejercer semejante poder sobre ella, pero, por mucho que detestara reconocerlo, aún lo ejercía. Había destruido una parte esencial de ella, una parcela que ya no encontraba, como un calcetín extraviado, un calcetín lleno de amor y confianza. No tenía ni idea de dónde se encontraba. Por lo visto, había desaparecido. Ted lo había tirado a la basura, sin molestarse siquiera en llevarlo consigo. Ophélie se preguntaba una y otra vez qué habría significado para su marido, si la amaba cuando murió, si la habría amado alguna vez. Nunca conocería las respuestas; lo único que le quedaba eran preguntas.
– ¿Qué haces esta noche? -quiso saber Matt antes de irse.
Ophélie abrió la boca para contestar, pero titubeó cuando sus miradas se encontraron. Matt leyó la respuesta en sus ojos y se exasperó.
– ¿El equipo?
– Sí -asintió ella mientras llevaba las tazas al fregadero, reacia a hablar del tema con él.
– Madre mía, cuánto me gustaría que lo dejaras. No sé qué tengo que hacer para convencerte. Un día de estos, Ophélie, pasará algo terrible, y no quiero que te suceda nada. Hasta ahora han tenido suerte, pero la suerte no puede durarles siempre. Te arriesgas demasiado, y ellos también. Sales dos veces por semana, lo que significa que las probabilidades son cada vez más altas.
– No me pasará nada -intentó tranquilizarlo Ophélie, pero como de costumbre Matt no quedó convencido.
Se fue a las cinco, y al cabo de unos minutos llegó Alice para quedarse con Pip, una rutina ya consolidada. Ophélie salía con el equipo desde septiembre y se sentía completamente segura en el trabajo, a diferencia de Matt, que siempre barruntaba catástrofes, temor que Ophélie no compartía. Conocía bien a sus compañeros y sabía cuan competentes eran. Siempre se comportaban con sensatez y cautela. Eran vaqueros, como se llamaban ellos mismos, pero vaqueros que sabían moverse por las calles, cuidaban de sí mismos y de ella. Además, también ella había aprendido mucho; ya no era una novata.
A las siete estaba en la furgoneta, sentada junto a Bob, mientras Jeff y Millie los seguían en la otra. Habían añadido más suministros para la ruta, tales como alimentos, más medicamentos, ropa de abrigo y preservativos. Asimismo, un mayorista donaba anoraks de plumón al centro con regularidad. Las furgonetas iban cargadas hasta los topes, y esa noche hacía un frío espantoso. Bob le comentó con una sonrisa maliciosa que debería haberse puesto calzoncillos largos.
– Bueno, ¿y cómo estás? -le preguntó con su habitual afabilidad-. ¿Qué tal las Navidades?
– Bastante bien. El día en sí fue duro.
Ambos habían pasado por ello, de modo que Bob asintió.
– Pero al día siguiente fuimos a esquiar con unos amigos a Tahoe. Estuvo muy bien.
– Sí, nosotros fuimos a Alpine el año pasado. Me encantaría llevar a los niños otra vez este año, pero es muy caro.
El comentario hizo recordar de nuevo a Ophélie lo afortunada que era al no tener problemas económicos. Bob tenía tres bocas que alimentar y muy pocos recursos, pero hacía cuanto estaba en su mano por sus hijos.
– ¿Y qué tal tu vida amorosa, por cierto?
Al pasar tantas horas juntos en la furgoneta, se hacían muchas confidencias, y además tenían en común el hecho de ser viudos y tener hijos. Intercambiaban gran cantidad de información y consejos, y hablaban más de lo que habrían hablado en un despacho. Aquello no era un trabajo de oficina.
– ¿Qué vida amorosa? -replicó ella con expresión inocente.
Bob le propinó un empujoncito cariñoso.
– Venga ya, no te hagas la tonta. Hace un par de meses estabas en las nubes, como si Cupido te hubiera clavado la flecha en el culo, así que… ¿qué ha pasado?
Apreciaba a Ophélie. Era una mujer de gran corazón y, a juzgar por lo que había observado trabajando con ella en las calles, los tenía bien puestos, como decía a menudo a Jeff. Casi nada la asustaba. Nunca se cortaba, nunca se quedaba rezagada, estaba siempre ahí, noche tras noche, ayudando como los demás, y los otros tres la adoraban.
– Vamos, cuenta -insistió.
Tenían tiempo para charlar antes de llegar al barrio de la Misión.
– Pues que estoy asustada. Supongo que parece una tontería. Es un hombre maravilloso y lo quiero, pero no puedo, Bob, al menos de momento. Creo que me han pasado demasiadas cosas.