Читаем Un Puerto Seguro полностью

– Es viuda y tiene una hija -dijo Bob a Jeff mientras ambos la observaban.

– Ya lo sé, tío… ya lo sé. ¿Dónde coño está la ambulancia?

– Ya oigo la sirena.

Sin dejar de mirarla, le controlaba el pulso en el cuello. El latido era cada vez más débil, y aunque los disparos se habían producido tan solo unos minutos antes, tenía la sensación de que había transcurrido toda una vida. Al cabo de unos instantes, entre el aullido de la sirena, Jeff vio a Millie agitar los brazos, y al poco acudieron los enfermeros a la carrera.

Sin perder un segundo, colocaron a Ophélie sobre una camilla mientras uno de ellos le ponía una vía.

– ¿Cuántos disparos ha recibido? -preguntó uno de los enfermeros a Jeff, que corría a su lado.

Bob volvió a la furgoneta para seguir a la ambulancia hasta el Hospital General, que contaba con la mejor unidad de trauma de la ciudad. Se oyó rezar mientras ponía la furgoneta en marcha y daba media vuelta.

– Tres -repuso Jeff mientras los enfermeros subían la camilla a la ambulancia a toda prisa.

Los dos hombres cerraron las puertas del vehículo al tiempo que este se ponía en marcha. Jeff regresó corriendo a su furgoneta, donde Millie ya estaba al volante. Ambas furgonetas siguieron a la ambulancia a toda velocidad. Era el primer incidente que tenían, pero eso no les proporcionaba consuelo alguno.

– ¿Crees que se pondrá bien? -inquirió Millie, sorteando el tráfico sin apartar la mirada de la calzada y pisando el acelerador a fondo.

Jeff respiró hondo y negó con la cabeza. Detestaba decirlo, pero no lo creía, y Millie tampoco.

– No -dijo con sinceridad-. Le han disparado tres tiros a quemarropa. A menos que fueran balas de fogueo, no sobrevivirá. Nadie puede sobrevivir a eso, y menos una mujer.

– Yo sobreviví -masculló Millie.

El ataque había acabado con su carrera policial, le había proporcionado una pensión de invalidez y había tardado mucho tiempo en reponerse, pero lo consiguió, a diferencia de su compañero, al que dispararon en el mismo tiroteo. A veces todo era cuestión de suerte.

Llegaron al hospital en siete minutos. Los tres saltaron de las furgonetas y siguieron la camilla. Los enfermeros habían cortado la ropa de Ophélie, que yacía medio desnuda, expuesta y tan cubierta de sangre que resultaba imposible discernir lo sucedido. Al cabo de unos segundos desapareció en la unidad de trauma, inconsciente y con el rostro cubierto por una mascarilla de oxígeno. Sus tres compañeros se sentaron en silencio, sin saber a quién llamar ni si debían llamar siquiera. Les parecía un pecado llamar a una niña y suponían que estaba con alguna canguro. Tenían que comunicárselo a alguien.

– ¿Qué os parece, chicos? -preguntó Jeff.

Era el jefe del equipo, pero la decisión no era fácil.

– Mis hijos querrían saberlo -aseguró Bob en voz baja.

Los tres estaban muy pálidos, y Jeff se volvió hacia Bob antes de ir al teléfono público situado en el vestíbulo.

– ¿Cuántos años tiene su hija?

– Doce. Se llama Pip.

– ¿Queréis que la llame yo o hable con la canguro? -se ofreció Millie.

Quizá se asustarían menos si oían la noticia de labios de una mujer. ¿Pero qué podía dar más miedo que enterarse de que tu madre había recibido dos disparos en el pecho y uno en el estómago? Jeff sacudió la cabeza y se dirigió al teléfono. Los otros dos esperaron apoyados contra la pared, cerca de la puerta de urgencias. Al menos nadie había salido a comunicarles que había muerto, aunque Bob sospechaba que no tardarían en hacerlo.

El teléfono de la casa de Safe Harbour sonó poco después de las dos de la madrugada. Matt llevaba dormido casi dos horas y despertó con un sobresalto. Ahora que volvía a tener a sus hijos en su vida, nunca desconectaba el teléfono y se preocupaba si lo llamaban a una hora inusual. Se preguntó si sería Robert o tal vez Vanessa desde Auckland. Esperaba que no fuera Sally.

– ¿Diga? -murmuró soñoliento al descolgar.

– Matt.

Era Pip, y con aquella única palabra advirtió que le temblaba la voz.

– ¿Pasa algo?

Pero Matt lo supo antes de que ella se lo dijera, y una oleada de terror se adueñó de él.

– Es mi madre. Le han disparado y está en el hospital. ¿Puedes venir?

– Ahora mismo.

Matt apartó las sábanas y se levantó sin soltar el teléfono.

– ¿Qué ha pasado?

– No lo sé. Han llamado a Alice y he hablado con ellos. El hombre dice que le han disparado tres veces.

– ¿Está viva? -preguntó Matt con voz ahogada.

– Sí -asintió la niña con un hilo de voz, llorando.

– ¿Te han dicho cómo ha sido?

– No. ¿Vendrás?

– Lo antes posible.

No sabía si ir al hospital o a casa de Pip. Quería estar con Ophélie, pero Pip lo necesitaba.

– ¿Puedo acompañarte?

Matt vaciló una fracción de segundo mientras cogía unos tejanos.

– De acuerdo. Vístete. Llegaré lo antes que pueda. ¿Dónde está?

– En el Hospital General. Acaba de llegar. Le dispararon hace unos minutos, no sé nada más.

– Te quiero, Pip. Adiós.

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