Hizo dos copias del disco duro en sendas memorias USB y se las guardó en el bolsillo del pantalón… 5:52 indicaba el viejo despertador. Brian todavía olía mal debido al estrés que había pasado en su operación nocturna. Pensó en darse una ducha, se quedó ensimismado mirando los pósters de la habitación transformada en despacho… David. El hijo pródigo. Primero de su promoción. Un timbre estridente lo sacó de su letargo, el del fax que estaba junto a la impresora. Brian se inclinó bostezando sobre el aparato: no aparecía el nombre del remitente, ni el número siquiera… No tardó en desfilar una lista de nombres sobre el fino papel. Un mensaje de Janet Helms: tres páginas que constituían el organigrama de Project Coast.
Arrancó el rollo y recorrió el documento con la mirada. Había doscientos nombres en total, con las competencias y las especialidades de los diferentes colaboradores de Wouter Basson. Epkeen se fue directamente a la letra R y encontró lo que buscaba: Rossow. Charles Rossow, especialista en biología molecular.
Neuman estaba en lo cierto. Terreblanche había contratado al investigador para crear una nueva química revolucionaria: habían llevado a cabo experimentos secretos, disfrutando de la protección y la complicidad de numerosas personas. Le mandó un sms a Janet Helms como respuesta, confirmando la pista de Rossow -todavía quedaban dos horas antes de que la mestiza se reuniera con ellos en el Waterfront… Epkeen releyó el fax en detalle, desde el principio. Burger, Donk, Du Plessis… Terreblanche, Tracy Van Haas, Van der Linden… Estaba encendiendo otro cigarrillo cuando su mirada se detuvo al final de la lista: Van der Verskuizen. Nombre: Rick.
– Mierda.
Rick Van der Verskuizen figuraba en el organigrama de Project Coast.
El guaperas del peluquín también había trabajado con Basson y Terreblanche… Kate Montgomery. El dentista. Era él el cómplice, la persona que esperaba a la estilista en la cornisa…
Un ruido apagado le hizo aguzar el oído. ¿El crujir de la madera de las vigas, su imaginación, el agotamiento? Fuera, el viento soplaba. Contuvo el aliento y no volvió a oír nada más… Estaba a punto de darse una ducha cuando de nuevo percibió un ruido, esta vez mucho más cerca. Empezó a latirle muy deprisa el corazón. Esta vez no había duda: alguien subía la escalera… ¿David? El parqué gimió, muy cerca de él. Se arrimó a la pared de la habitación: los pasos se acercaban, ya sonaban en el pasillo, al menos dos personas… Vio el disco duro conectado a su ordenador, la funda de su arma sobre la colcha con estampado de indios pieles rojas; pensó en precipitarse sobre su pistola, pero cambió de idea en el último momento: la puerta se abrió de golpe y rebotó con gran estruendo contra la pared. Dos sombras irrumpieron en la habitación, Debeer y otro tipo, disparando una lluvia de balas con unas Walther 7,65 con silenciador; las plumas de la almohada volaron sobre la cama de David en el preciso momento en que Debeer pulverizaba el ordenador. Los matones buscaron su objetivo bajo una nube de yeso, vieron la silueta que escapaba por la ventana y dispararon justo cuando saltaba al vacío.
Una bala le pasó silbando junto a la oreja antes de ir a morir contra la fachada del vecino. Epkeen aterrizó sobre los arriates de flores y cruzó corriendo el césped. Cuatro impactos decapitaron inocentes tallos antes de empujarlo hacia el jardín. Sintió una punzada de dolor y se refugió en una esquina: unas voces ahogadas daban rienda suelta a su furia por encima de él. Los dos hombres se precipitaron a la escalera mientras él corría hacia la verja.
Debeer saltó desde la primera planta: poco ágil, cayó mal y ahogó un gemido al torcerse un tobillo. Blandió su arma en la noche pero no distinguió más que flores al otro lado de su silenciador.
Epkeen corrió como un loco por la calle vacía hacia el Mercedes, aparcado a diez metros. Tenía las llaves en el bolsillo y un retortijón de miedo en el estómago; abrió febrilmente la puerta, giró la llave de contacto y metió primera. Una silueta corpulenta apareció por la verja abierta. Los neumáticos del Mercedes chirriaron sobre el asfalto; el matón apuntó y disparó desde una distancia de veinte metros. El parabrisas trasero estalló en pedazos justo cuando Epkeen pisaba el acelerador. Los demás disparos se perdieron a sus espaldas.
Tomó por la primera calle a la derecha. No llevaba encima ni su arma ni su móvil. Un sudor frío le corría entre los omóplatos. Los trozos de cristal habían salido despedidos hasta el salpicadero.
6:01 indicaba el reloj. Entonces vio las manchas de sangre sobre el asiento.