Читаем Zulú полностью

Ruby no conseguía conciliar el sueño. Tras interminables parlamentos y cascadas de llanto arrancadas a la nada que la oprimía, había terminado por acostarse con Rick. Su amante la había convencido de que nadie más ocupaba su corazón, ni su cama. No se puede decir que lo hubiera creído, no del todo, pero Ruby se sentía culpable. Otra vez lo iba a estropear todo por un arrebato. Como con la discográfica, cuando despidió a su grupo más importante con el pretexto de que su rock estaba degenerando en pop blandengue y que había vendido miles de copias con un sello comercial… Sí, tenía que calmarse. Tenía que concentrarse en su felicidad. Rick era un tipo legal. La quería. Se lo había dicho esa noche. Varias veces. Rick no era su padre…

El cielo estaba aún pálido sobre el jardín. Ruby se estaba tomando el café sentada en el taburete de la cocina, con la mirada perdida, cuando de repente la enfocó: Brian acababa de aparecer al otro lado de la cristalera.

Bajó de su asiento como un gorrión ante una miga de pan y abrió la puerta corredera que daba a la terraza.

– ¿Está despierto Rick? -le preguntó su ex en voz baja.

– Vete a tomar por culo.

– Ya no es tiempo de juegos, Ruby -le dijo, sin levantar la voz-: tu dentista trabajó con el servicio de inteligencia durante el apartheid, en especial en un proyecto de alto secreto, el Project Coast…

– Bla, bla, bla…

– ¡Joder, tía! -exclamó Epkeen sin levantar la voz-. Han entrado unos tipos en mi casa para matarme.

Ruby vio entonces su frente empapada en sudor, y el pañuelo que apretaba contra su costado izquierdo; eso de ahí era sangre, ¿no?

– Bueno, ¿dónde está la trampa esta vez? -preguntó, intrigada.

– No hay trampa. Quiero que te vayas: ahora mismo. Rick está implicado en el asesinato de Kate: sé que es difícil, pero tienes que creerme.

Las ideas se agolpaban en la cabeza de Ruby:

– ¿Tienes pruebas?

– Es sólo cuestión de tiempo.

Ruby quiso cerrar la cristalera, pero Epkeen encajó el pie en la abertura y la agarró del brazo.

– Joder, Ruby, hazme caso!

– ¡Me estás haciendo daño!

Sus miradas se cruzaron.

– Me estás haciendo daño -le repitió ella bajito.

Brian aflojó la presión de su mano. El pañuelo que mantenía apretado contra el costado goteaba: la bala había dejado un profundo tajo.

– Rick conocía tu horario de trabajo y, por lo tanto, también el de Kate, y…

– Rick no mató a Kate -lo interrumpió ella-: estaba conmigo en casa esa noche.

– Estaba contigo a la hora del crimen, sí. Llevaste a tu grupo de melenudos a su hotel, pasaste después por el club de hípica y volviste a casa hacia las nueve. Su consulta cierra a las siete: eso le dejaba dos horas para ir a Llandudno, interceptar a Kate en la cornisa y entregársela a los asesinos antes de volver a casa para tener una coartada. ¡Por Dios santo, ¿cuándo vas a abrir los ojos de una vez?!

Un hombre apareció en la puerta de la cocina.

– ¡¿Qué pasa aquí?!

Rick llevaba un pantalón corto y una sudadera de color beis. Sus voces debían de haberlo alertado, o quizá él tampoco durmiera.

– No intentes jugar conmigo -le dijo Epkeen-: acompáñame por las buenas a la central si no quieres que te pegue un tiro y me quede más ancho que largo.

– No tiene nada que hacer aquí -replicó Rick-. Le advierto que avisaré a mi abogado enseguida.

– Wouter Basson, Joost Terreblanche, el Project Coast: ¿no te dice nada todo eso?

El dentista conservó su aplomo.

– Ruby tiene razón, está usted loco de atar.

– ¿Ah, sí? 1986-1991, hospital militar de Johannesburgo: ¿qué curabas? ¿Lo que les quedaba de dientes a los prisioneros políticos? ¿O experimentabas nuevos productos con Basson, sobre cobayas humanos?

– ¡Vamos, hombre! -se impacientó Rick-. ¡Soy dentista, no torturador!

– Y yo soy policía, no tonto del haba: sudas como un cerdo, Ricky, y conozco ese olor: apestas a miedo.

El dentista se sonrojó. Mentía. Y no sólo a Ruby.

– Ni siquiera tiene una ord…

Epkeen lo agarró por los trapecios y lo tumbó en el suelo de la cocina.

– Trae esa bocaza -le dijo, haciéndole papilla el tendón.

Rick gimió de dolor. Ruby observaba la escena, desconcertada, cuando un hombre con pasamontañas apareció en la terraza. Una mano fuerte la agarró sin que le diera tiempo a esbozar un solo gesto: Ruby retrocedió con un grito de estupor y sintió el frío de un arma automática contra la sien.

– ¡No te muevas, poli!

Epkeen vio el rostro de Ruby, petrificado de miedo, y la Walther 7,65 apuntándole a la cabeza. Soltó al dentista, que gimoteaba a sus pies. Ahora eran dos los hombres que había en la terraza, armados hasta los dientes.

– ¡Las manos sobre la cabeza! -gritó el del pasamontañas, el que apuntaba a Ruby con su arma.

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