Unos barrotes de hierro impedían la entrada a la planta baja, pero las ventanas del primer piso no estaban protegidas. Se ajustó las correas de su pequeña mochila y, trepando por el canalón, subió hasta el balcón. Sacó el sacaclavos y lo encajó en el marco de la ventana, que cedió con un tremendo crujido. Epkeen hizo una mueca y se coló en el interior de la casa.
La habitación de la primera planta parecía un trastero: dos maletas cerradas con candado apoyadas en la pared, otras cajas apiladas… No se oía un solo ruido: Epkeen abrió la puerta con cuidado. Daba a un pasillo y a una fuente de luz que procedía de la planta baja… Un minuto: avanzó sin ruido hasta la escalera, olvidándose del segundero. Se oían voces abajo, un hombre y una mujer que reían en la cabina de televigilancia… Bajó las escaleras, con la porra en la mano.
– ¿Y te sabes el de la rubia que ve un barco en el desierto?
– ¡No!
– Pues mira, esto es una rubia y una morena que van en coche y de repente ven un barco en pleno desierto; entonces la morena le dice a la rubia…
El vigilante estaba sentado en una silla giratoria, de espaldas a la puerta. Junto a las pantallas de control, la telefonista se bebía sus palabras, con una sonrisa pintada en la cara. Entonces abrió unos ojos como platos, con una expresión de pánico, y gritó, llevándose las manos a la boca, pero demasiado tarde: la porra se abatió sobre la cabeza de su compañero. El vigilante giró sobre su silla y se desplomó a sus pies, unos piececitos rechonchos embutidos en unos mocasines con borlas que no se atrevían a moverse.
– No… -Quiso debatirse-. ¡¡¡No!!!
Dominando sin esfuerzo sus pobres aspavientos, Epkeen la sujetó del cuello y le apretó sobre el rostro el pañuelo impregnado en cloroformo. La telefonista se agitó un momento, antes de caer desmayada entre sus brazos, como una princesa. La tendió en el suelo, le administró su dosis de cloroformo al vigilante y se quitó por fin el pasamontañas maloliente, empapado en sudor. Estaba un poco mareado, pero no tenía tiempo que perder. Alertada por el silencio, no tardaría en acudir alguna patrulla…
El ordenador central estaba en un despacho de la planta baja. Janet Helms ya le había echado un vistazo. Epkeen rebuscó entre las carpetas colocadas en los estantes, vio hojas con cifras, informes, listas de clientes… Se necesitarían horas para espulgarlo todo. Desde el despacho vecino le llegó el timbre del teléfono, seguramente llamaban de la central de vigilancia. Subió al piso de arriba. Las cajas metálicas que había entrevisto antes estaban colocadas contra la pared, había también dos grandes maletas sin nombre ni destino… Sirviéndose del sacaclavos, Epkeen reventó el candado de una de ellas. En el interior había varias hileras de tubos cuidadosamente guardados, protegidos por paneles de goma espuma: centenares de muestras etiquetadas, con códigos incomprensibles. Sacó uno de ellos y examinó el líquido que contenía: sangre…
Se guardó la muestra en el bolsillo, lanzó una ojeada inútil hacia la ventana y forzó la cerradura de la otra maleta, que no tardó en ceder. Dentro había un disco duro, rodeado de polistireno. Epkeen lo dejó en el suelo y le quitó la estructura de metal. Unas bolsitas con polvo aparecieron bajo el haz de luz de su linterna, centenares de dosis en bolsitas individuales de plástico. La misma textura y el mismo color que la droga encontrada en la casa prefabricada… Entonces le pareció oír el ruido de un coche en el patio. En ese mismo momento volvió a sonar el teléfono en la planta baja.
Muy nervioso, Brian consultó su reloj: ya había pasado el cuarto de hora que se había dado. Volvió a ponerse el apestoso pasamontañas, metió el disco duro en su mochila, cogió dos bolsitas de droga y salió corriendo de allí.