Todo el material estaba reunido, muestras, pruebas, disco duro… Terreblanche cerró la segunda maleta y alzó la cabeza hacia el gerente de la agencia, que acababa de entrar en la habitación.
– Alguien se ha introducido en nuestros ficheros -anunció Debeer.
– ¿Cómo que alguien se ha introducido en nuestros ficheros?
– Un hacker.
El rostro del ex militar cambió de color:
– ¿Qué hay en esos ficheros?
– Las cuentas de la agencia… El poli que vino el otro día buscaba un Pinzgauer -prosiguió Debeer-. Quizá hayan descubierto la relación con la casa.
La policía no había mordido el anzuelo. Conocía la existencia del vehículo… Terreblanche vaciló unos segundos, conectó los cables adecuados de su cerebro y no tardó en tranquilizarse: no podrían seguir la pista hasta él, a no ser que lo pillaran in fraganti. Era demasiado tarde. Todo estaba preparado, terminado; el laboratorio, destruido, y el equipo de investigación ya se encontraba en el extranjero. Sólo quedaba evacuar el material -el avión estaba listo- y borrar las últimas huellas… -¿Cuántos hombres quedan?
– Cuatro contando conmigo -contestó Debeer-. Además de los dos empleados…
Esos no sabían nada. Podían dejar un vigilante en la agencia: los demás se irían con él… Terreblanche cogió el móvil y marcó el número de Mzala.
Las habitaciones situadas al fondo del shebeen se habían librado del tiroteo. Las barritas de incienso que ardían junto al cuchillo no ocultaban el olor a pies, pero a Mzala le traía sin cuidado. El jefe de la banda de los americanos, tumbado en el colchón que le servía de cama, disfrutaba de una felación cuando sonó su móvil -una ráfaga de metralleta que se había bajado de Internet, a sus hombres les hacía mucha gracia…-. Apartó a la gorda babosa en sujetador que le chupaba el glande, vio el número que aparecía en la pantalla -¿qué querría ahora ese imbécil?- y agarró a la chica por la cabeza para que reanudara su tarea.
– ¿Qué hay?
El ex coronel no estaba de humor para bromas.
– Esta noche vas a organizar una gran fiesta en honor de los americanos -anunció con una voz muy poco festiva-. Díselo a tus amiguitos, que acudan todos de punta en blanco.
– ¡Si les digo esas mismas palabras no creo que les motive mucho! -se rio el jefe-. ¿Y qué celebramos?
– La victoria contra la banda rival -contestó Terreblanche-, la pasta que os vais a repartir dentro de poco, lo que sea: crédito de alcohol ilimitado.
El Gato entornó los párpados, sin relajar la presión sobre la nuca de la chica, que seguía chupándosela.
– Muy amable, jefe… ¿De qué va esto?
– Sólo tendrás que vigilar lo que bebes -insinuó Terreblanche-. Yo aporto el polvo que hace soñar y el servicio postventa -añadió-. El único imperativo es que todos los elementos implicados estén presentes esta noche: tendremos que habernos largado al amanecer.
Mzala olvidó de pronto a la chica, con sus tetorras aplastadas sobre sus huevos: era la Gran Noche.
– O sea, que hay que dejarlo todo bien limpio y ordenado antes de marcharnos, ¿no?
– Eso es, todo bien limpio y ordenado… Me pasaré por la iglesia hacia las siete y media para darte el material.
– Vale.
– Otra cosa: no quiero ni la sombra de un testigo en este asunto. Ni uno solo.
– Puede confiar en mí -aseguró Mzala.
– Ni hablar-ladró el jefe-. Tendrás que traerme pruebas. Apáñatelas como quieras. Sin pruebas, no hay pasta: ¿está claro?
La mente del tsotsi flotaba sobre un colchón lleno de sangre.
– Muy claro -dijo, antes de colgar.
La chica que se la chupaba gemía, con su culazo en pompa, como si mil machos cabríos la montaran desde las estrellas. Mzala sonrió por encima de ella, que seguía lamiendo a buen ritmo… Pensaba en sus tetorras, que se balanceaban sobre sus huevos, su garganta rolliza que pronto recibiría su esperma, el cuchillo junto al colchón, y no tardó nada en correrse.
– ¿Necesita algo más, señor Van der Verskuizen?
Eran las siete de la tarde, y Martha había terminado su jornada.
– No, no, Martha -le dijo-, ¡ya puede irse a su casa! La secretaria le devolvió la sonrisa, cogió su bolso rosa que estaba detrás del mostrador y abrió la puerta:
– Hasta mañana, señor Van der Verskuizen.
– Hasta mañana, Martha…
Rick vio a la joven salir de la consulta. Acababa de contratarla, todavía estaba en período de prueba. Martha, una rubia recién salida de la agencia de empleo y que debía de tener el coño más apretadito de todo el hemisferio sur -¡ja, ja!-. Acababa de terminar con el último cliente, un arquitecto muy pesado que tenía una inflamación porque le estaban saliendo las muelas del juicio: había conseguido encasquetarle una serie de seis consultas. Cuando se tiene dinero, se gasta en cosas inútiles, ¿o no?
Llamaron a la puerta de la consulta. Martha había olvidado algo: sus bragas, tal vez, ja, ja… Abrió la puerta blindada, pero se le heló la sonrisa como si le acabaran de poner anestesia.
Ruby.
– Pareces sorprendido, ¿es que estabas esperando a otra persona?
– ¡Qué va, en absoluto! -exclamó, cogiéndola del brazo-. Pero como nunca vienes a la consulta… ¿Qué tal estás, cariño?