– Pensaba que eran seguros -observó Epkeen.
– Los archivos del ejército que ha consultado Janet también lo son.
Brian hizo una mueca de amargura. La corrupción afectaba a todos los peldaños de la sociedad, desde el particular que compraba en la calle mercancía robada hasta las élites del poder: evasión fiscal, fraudes, irregularidades, tejemanejes financieros, dos terceras partes de los dirigentes estaban implicados.
– Janet, ¿se ve capaz?
La mestiza asintió con la cabeza, con rigidez militar.
– Sí, capitán.
Como una buena soldadita.
– De acuerdo: usted se ocupa de Project Coast. Brian, tú date una vuelta por la agencia de Hout Bay. Mira si puedes encontrar algo, documentos, lo que sea. No es casualidad que el 4x4 estuviera en las inmediaciones de la casa de Muizenberg, y si se han expuesto a dejar cadáveres en el sótano es porque querían esconder otra cosa.
Epkeen seguía el razonamiento:
– Sus propios rastros.
– Seguramente. Borrados por la sangre y la mierda.
A Janet se le quitaron las ganas de apurar su batido.
– ¿Qué crees tú que había en esa casa? -dijo Brian-. ¿Un laboratorio en el que fabricaban la droga?
– Eso ya nos lo dirás tú… Una visita discreta -precisó con aire entendido-. Yo me encargo del resto… Nos vemos mañana por la mañana, en el mismo sitio: digamos a las ocho. Hasta entonces -ordenó-, reduzcamos nuestras comunicaciones al máximo.
Neuman necesitaba autorización de Krugë para hacer una redada en condiciones en el township. Si, como creía, Gulethu había sido sacrificado en el ataque suicida contra el shebeen, Mzala y los americanos eran cómplices. Arrestarlos no sería coser y cantar, habría jaleo seguro…
El viento nocturno traía de vuelta al último ferry de Robben Island cuando terminaron de aclarar los detalles de su plan. Janet Helms fue la primera en marcharse, con sus cuadernos escolares y sus tacones, en busca de sus valiosas contraseñas. Neuman aprovechó que Brian se acercó a pagar a la barra para llamar por teléfono.
La bailarina contestó al primer timbrazo.
– ¿Qué? -rió-. ¿Has salido de tu sarcófago?
– Digamos que les tengo cariño a mis vendas de momia… ¿Te pillo en mal momento?
– Me subo al escenario dentro de tres minutos.
– Seré breve.
– Tenemos tiempo.
– No estoy tan seguro.
– ¿Por qué? ¿Me sigues tomando por una terrorista?
– Sí, por eso vas a ayudarme.
– Hombre, si lo dices así, con tanta amabilidad… ¿Ayudarte en qué?
– Busco a un hombre -dijo-, Joost Terreblanche, un antiguo coronel del ejército que se ha pasado al negocio de las empresas de seguridad, con cuentas numeradas en paraísos fiscales y ninguna transparencia en sus actividades.
Zina resopló.
– Eres un coñazo, Ali.
– Terreblanche ha desaparecido de nuestros ficheros, pero seguro que de los vuestros no.
– ¿De qué estás hablando exactamente?
– De los ficheros del Inkatha.
– Paso del Inkatha.
– No ha sido siempre así.
– ¡Ya no me meto en política! Ya sólo bailo y elaboro ridículas mezclas para pringados como tú: ¿no te habías dado cuenta?
Cayó una lluvia de besos muertos sobre la terraza vacía.
– Te necesito -le dijo él.
– No tanto como yo, Ali.
Miraba de reojo la entrada del bar, por donde Brian podía aparecer de un momento a otro. No quería que lo viera hablar con ella.
– Terreblanche colaboró con el doctor Basson -prosiguió el zulú en voz baja-. No testificó en la Comisión Verdad y Reconciliación y disfruta de cierta protección: su nombre ha desaparecido casi por completo de nuestros ficheros. Seguro que el Inkatha ha guardado un expediente sobre él, información a la que nosotros ya no tenemos acceso.
– Ya no formo parte del Inkatha -repitió Zina.
– Pero conservas contactos: uno de tus músicos es el hermano de Joe Ntsaluba, allegado del jefe Buthelezi: Joe es uno de tus viejos amigos, ¿verdad? -Al ver que ella no decía nada, insistió-: Terreblanche tiene una base de operaciones en alguna parte, en el extranjero o incluso en Sudáfrica.
– ¿Eso es todo lo que se te ha ocurrido para atraerme a tu trampa?
– Lo de la trampa lo dices tú. Yo quiero la cabeza de Terreblanche, no la tuya.
– ¿En serio?
Neuman notó que Zina vacilaba.
– Quedará entre nosotros -le aseguró.
La bailarina siguió pensándoselo al otro lado del hilo. El regidor le hacía gestos nerviosos por la puerta del camerino: era hora de subir al escenario.
– Tengo que dejarte -dijo.
– Es urgente.
– Ya te llamaré.
– Ngiyabonga
Neuman colgó justo cuando Brian salía del bar. El afrikáner tiró la cuenta a la papelera y vio a su amigo plantado en medio de la terraza, con aire inquietante.
– ¿Has hablado con la chica del Inkatha?
– Sí -dijo-. Va a indagar por su cuenta.
Las avenidas del Waterfront estaban ahora desiertas. Brian se acercó a él:
– ¿Qué pasa?
– Nada.
Pero por un momento le pareció que estaba a punto de llorar.
– Mándame un mensaje cuando vuelvas de Hout Bay -le dijo, para abreviar-. Nos vemos mañana por la mañana.
Brian asintió, con el corazón en un puño.
– Adiós, Casandra…
– Adiós.
Lo atenazó una sensación horrible, como si se vieran por última vez.