Читаем Zulú полностью

La joven mestiza tenía la ropa interior blanca y unas feas cicatrices en el vientre, la cintura, las nalgas y los muslos… Su piel estaba cubierta aquí y allá de señales hinchadas y moradas, unas cicatrices extrañamente rectilíneas. El rostro de Neuman se ensombreció un poco más.

– ¿De qué son esas marcas?

– De alambre de espino… Me envolvía en alambre de espino…

– ¿Gulethu?

Neuman estaba pensando en Nicole, en los arañazos de sus brazos: hierro oxidado, según Tembo.

– Sí -dijo Ntombi-. Me decía que me desnudara, y me ataba con alambre de espino… La ufufuyane -repitió, estremeciéndose-. Decía que estaba poseída… Que si gritaba estaba muerta. Me dejaba así, tirada en el suelo, y me insultaba, me llamaba zorra, puta… y luego me pegaba.

Maia seguía impasible, sentada en la cama -ella también se había cruzado en su vida con más de un loco así.

Ntombi se estremeció en mitad de la habitación, pero Neuman ya no la miraba: Gulethu había querido atar a Nicole con alambre de espino, pero la universitaria no estaba tan ida como él pensaba. Se había defendido: entonces él la había golpeado hasta matarla…

Ntombi volvió a ponerse el vestido, lanzando ojeadas angustiadas a la puerta, como si temiera que su boy-friend fuera a aparecer de un momento a otro.

– ¿Le ocurría a menudo eso de enfadarse tanto?

– Cada vez que estaba excitado -contestó la mestiza-. Siempre con alambre de espino… Era lo que le gustaba a ese pervertido asqueroso… Los demás no estaban al corriente -añadió-.Decía que si se lo contaba, me arrastraría por todo el township atada al tubo de escape de un coche… Yo lo creía.

– ¿La violaba?

– ¡Oh, no! -exclamó ella, con una carcajada-. Eso, ni hablar…

Neuman frunció el ceño:

– ¿Por qué?

– Gulethu era una muía -dijo con desprecio.

Una muía: alguien que rechazaba todo contacto con el sexo opuesto, según la jerga de los townships… A Ali se le encogió el corazón. Gulethu martirizaba a las mujeres pero no las tocaba. Les tenía miedo. Nunca habría podido violar a Kate… Su muerte no era más que una puesta en escena.


***


Janet Helms había seguido la pista de Epkeen.

Frank Debeer, el gerente de ATD, era un ex kitskonstable, esos policías a los que se adiestraba en tres semanas, en tiempos del apartheid, para engrosar las filas de los vigilantes. Al caer el régimen, Debeer había trabajado en distintas empresas de policía privada y dirigía desde hacía tres años la agencia ATD de Hout Bay, una compañía de seguridad de las más florecientes: vigilancia, protección personal, tenía sucursales en todo el país. El Pinzgauer aparcado en el hangar de Hout Bay correspondía a la descripción del vehículo sospechoso, y Debeer, a quien la pregunta había pillado desprevenido, no negó haber patrullado aquella noche.

Janet Helms conocía todos los programas informáticos, los sistemas de seguridad, las estrategias de los mejores hackers para burlarlos… La operación era ilegal, pero Epkeen le había dado carta blanca; pirateó el sistema informático de la agencia de seguridad y, tras un recorrido laberíntico por la jungla tecnológica, consiguió la lista de accionistas de ATD y estudió sus activos bancarios.

Los dividendos se repartían hacia media docena de bancos, es decir, a otras tantas cuentas cuya numeración también consiguió averiguar. Esa maniobra era asimismo ilegal, y el resultado, aleatorio, pero su intuición era acertada: una de esas numeraciones de Hout Bay era la de la cuenta extranjera que alquilaba la casa de Muizenberg.

¿Evasión fiscal? ¿Financiaciones de operaciones ocultas y fondos reservados en un paraíso fiscal? Los dividendos de ATD se transferían vía un banco sudafricano, el First National Bank (el mismo que dirigía la campaña anticrimen), y revelaban un nombre: Joost Terreblanche.

Janet siguió investigando, pero apenas había información disponible: Terreblanche era un antiguo coronel del ejército que se había tomado la jubilación anticipada al salir elegido Mándela en las elecciones; no parecía residir ya en Sudáfrica. Había una dirección en Johannesburgo, de hacía cuatro años, pero a partir de ahí la pista se perdía. Por una simple cuestión de método, Janet hizo uso de sus recursos en los servicios de información y accedió, una vez más de manera ilícita, a los archivos del ejército.

Estos eran más precisos. Joost Terreblanche había ejercido en la provincia de KwaZulu durante el apartheid, con el grado de coronel, en el 77° batallón: esa unidad reclutaba y entrenaba hombres para operaciones de intervención en los bantustán. Frank Debeer había servido de kitskonstable en el mismo batallón…

Janet Helms rebuscó en los registros, los expedientes y las comisiones. Pronto apareció un nombre en la pantalla. Un nombre siniestro: Wouter Basson.

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