– Creía que era guardia de tráfico.
Brian dirigió una mirada a su ex, haciéndose el sorprendido, y ésta se sonrojó ligeramente; vaya, al parecer había ascendido…
– Bah, qué más da una cosa que otra -dijo ella.
Ruby se levantó de la tumbona, ajustándose el pareo, e irguió su metro setenta y cinco de estatura con agilidad felina.
Siempre había sido una calientapollas de primera categoría. El dentista la acogió en sus brazos con un gesto protector.
– ¿Qué está haciendo en mi casa? -preguntó.
– Investigar un asesinato. No tiene nada que ver con nuestros asuntos privados.
– Primera noticia -comentó David.
– Quédate al margen de esto, ¿quieres?
– Perdona pero se trata de mi madre.
– Que te calles te digo.
– Háblele un poco mejor a su hijo -intervino el dentista-: esto no es una comisaría.
– No recibo lecciones de un especialista del colmillo -gruñó Epkeen.
Rick Van der Verskuizen no se dejó impresionar.
– Salga de mi casa -dijo entre dientes-. Salga de mi casa o lo denuncio a sus superiores por acoso.
– Rick tiene razón -afirmó Ruby, acurrucada contra él-: estás celoso de nuestra felicidad, nada más.
– ¡Eso es! -añadió David.
– ¿Ah, sí? -dijo Epkeen, con hostilidad-. ¿Y a cuánto asciende tu nueva felicidad? Para una rebelde sin oficio ni beneficio, reconoce que no has salido mal parada…
La expresión de Ruby cambió bruscamente. Rick dio un paso hacia el policía:
– ¿Tiene usted una orden para venir a nuestra casa a insultarnos?
– ¿Prefiere que lo convoquen a la comisaría central? Rebuscando entre los papeles de Kate, he encontrado varias citas concertadas con su consulta.
– ¿Y qué? Me gano la vida curándole las caries a la gente.
– Seis citas en un mes. ¿Qué tenía, la rabia?
– Kate Montgomery tenía un flemón -se defendió Rick-. La atendía en prioridad por cariño a Ruby, y yo tengo una clientela exigente, caballero: una clientela que no suele tener que esperar para recibir un servicio. No se puede decir lo mismo de la policía.
En el rostro del afrikáner se dibujó una sonrisa.
– Conozco a Ruby como si la hubiera parido -dijo con maldad-: odia tanto a los hombres que siempre elige viejos verdes.
– Es usted repugnante -rugió Van der Verskuizen.
– Bien mirado, cuánta belleza hay en una caries…
El corazón de Ruby se puso al rojo vivo: se lanzó sobre Brian, pero éste se conocía sus ataques de memoria. La cogió por el codo y, con una simple presión, la mandó por los aires. Ruby resbaló sobre los azulejos, se libró de milagro de chocar con el borde del trampolín y cayó al agua turquesa de la piscina. Rick se precipitó hacia él, soltando unos tacos que Epkeen no oyó: lo agarró por el cuello de la camisa de seda y lo tiró también a la piscina, con todas sus fuerzas.
David, que no había movido un dedo, fulminó a su padre con la mirada.
– ¡¿Qué pasa?! -le ladró éste-. ¡¿Tú también quieres darte un chapuzón?!
David se quedó un momento sin voz: vio a su madre en la piscina, con el pareo flotando, a Rick salir del agua, escupiendo agua por la nariz, y a su padre en la terraza, con los ojos brillantes de lágrimas.
– Joder… -reaccionó el hijo pródigo-. ¡¡¡Pero tío, tú estás muy mal, tío, estás de la olla por completo!!!
Por completo.
Estaban empezando a hincharle las pelotas, todos ellos.
La gente se mezclaba poco en los townships, donde el racismo y la xenofobia florecían como en cualquier otra parte. La población negra se concentraba en Khayelitsha, y los coloured, en Marenberg: allí vivía Maia desde hacía años, y allí había conseguido su cupo de boy-friends para sobrevivir. Ali había vacilado antes de llamarla (no había vuelto a hablar con ella desde su separación), pero la muchacha había aceptado ayudarlo enseguida.
Gulethu, el «zulú», había vivido en Marenberg, y alguna de sus compañeras de infortunio podía haberse relacionado con él. De hecho, una de ellas consentía en contarle su experiencia a cambio de una pequeña cantidad de dinero, Ntombi, una chica del campo que ahora vivía en un hostel…
La ausencia de alumbrado público y la delincuencia habían recluido a los habitantes en sus chabolas. Neuman conducía muy despacio, descifrando las sombras furtivas que desaparecían bajo los faros del coche.
– ¿Estás seguro que no quieres un refresco?
Maia había comprado dos latas en el plaza shop de la esquina, creyendo que a Ali le gustaría.
– No… Gracias.
Se había puesto un vestido nuevo, pero su actitud, como si no hubiera pasado nada, incomodaba a Ali. Llevaban media hora dando vueltas por las calles destartaladas de Marenberg, la cortisona le había quitado la energía, se sentía cansado, irritado e impaciente:
– Bueno, qué, ¿dónde está ese hostel?
– En la siguiente a la derecha, creo -contestó Maia-. Hay una taberna abierta por la noche, según me ha dicho Ntombi…