– La situación ya es bastante complicada de por sí, ¿no crees?…
– Es verdad que podría ser peor -replicó ella, con una sonrisa feroz-: también está el cangrejo, que podría arrancarme el pecho. Pero, menos mal, tengo suerte, ¡ya vuelve a crecerme el pelo! Es fantástico, ¿no?
Sus manos temblaban sobre la masa de las galletas.
– ¿Has recibido mi paquete? -le preguntó Brian.
– ¿Las cosas de Dan? Sí… Tendrías que haber metido también sus manos en la caja: de recuerdo.
Su maldad la iba a hacer llorar. Se le estaban llenando los párpados hinchados de gruesos lagrimones. Brian ya no la reconocía. Sin duda ella tampoco a él…
– Vete, Brian -dijo-. Por favor.
Los gritos de los niños resonaban desde la piscina. Desamparado, Brian le besó el cabello sintético, mientras ella aplastaba a puñetazos las figuritas de galleta.
Las zonas entre dos aguas de Nyanga, Crossroads y Philippi concentraban la mayoría de los asentamientos ilegales. Esas zonas tenían sus propias leyes, sus shebeens y sus burdeles, su música y sus carreras de caballos. Algunos shacklords, los señores de los bajos fondos, imponían efímeros reinos. Sam Gulethu se contaba entre ellos.
Terminaron por encontrar el hangar, un antiguo plaza shop, que les servía de escondite, en la frontera con Khayelitsha. Las huellas y restos de ADN que había en las colillas confirmaban que la banda había vivido allí un tiempo. El hangar estaba habilitado como vivienda -dormitorio, cocina-, y las aberturas, protegidas con placas de acero: un cuartel general fácil de defender en caso de ataque de una banda rival, con un garaje cerrado y una callejuela que llevaba a las dunas del public open space vecino. Un 4x4 podía plantarse en la carretera nacional en pocos minutos, y en Muizenberg en menos de media hora. La policía no había dado con el stock de droga, pero sí había encontrado jeringuillas sin usar y residuos de marihuana por todo el hangar. Dos de los tsotsis abatidos en el ataque al Marabi eran viejos conocidos de la policía: Etho Mumgembe, un antiguo witdoeke, esos militares tolerados por el apartheid que se enfrentaban a la juventud progresista de los bantustán, y Patrice «Tyson» Sango, ex sargento reclutador en una milicia rebelde del Congo, buscado por crímenes de guerra. No se sabía qué había impulsado a los tsotsis a matarse entre ellos en el sótano, si Gulethu los había eliminado porque los perseguía la policía: habían encontrado sesenta y cinco mil rands en los bolsillos del «zulú». Sin duda, el dinero de la droga. Eso no decía nada de dónde estaba el stock, ni si todavía existía, si alguna mafia abastecía a la banda, pero los análisis toxicológicos explicaban el ataque suicida contra el cuartel general de los americanos: Gulethu y sus matones estaban colocados hasta las cejas de esa droga a base de tik que tenía el mismo índice de toxicidad que la que habían consumido los tsotsis destripados del sótano. ¿Se habrían hecho adictos ellos también? ¿Acaso los manipulaba Gulethu para llevar a cabo sus ritos criminales? El hangar estaba repleto de armas: revólveres de la policía con los números de serie rayados, granadas ofensivas, dos fusiles de asalto y bastones de combate zulúes. Uno de éstos, más corto, un umsila, todavía manchado de la sangre de Kate Montgomery tenía las huellas de Gulethu. El mechón de cabello de la joven y las uñas estaban escondidos en una caja de hierro bajo un colchón improvisado, junto con otros amuletos.
Gulethu no había tenido tiempo de elaborar su muti, y su «combate» contra los americanos le había salido mal: delirio guerrero, etnocida o suicida, fuera cual fuere el pensamiento arcaico del «zulú», sus secretos habían muerto con él.
De todas maneras, ya no había tiempo para elucubraciones psicológicas: la sala del palacio de justicia de Ciudad del Cabo estaba abarrotada, todo el mundo quería asistir a la conferencia de prensa del jefe de la policía, reinaba un ambiente febril. Fotógrafos y periodistas se apiñaban ante el estrado donde el superintendente, con su uniforme de gala, ofrecía las primeras conclusiones de la investigación.
Doce muertos, entre los cuales dos policías, seis personas ingresadas en el hospital en estado crítico: la intervención en el township de Khayelitsha se había saldado con una matanza. Con la campaña anticrimen del FNB, las elecciones presidenciales a la vuelta de la esquina y los objetivos político-económicos del dichoso Mundial de Fútbol, Karl Krugë se jugaba su jubilación anticipada con ese asunto.