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El Toyota ametrallado hizo eses en la calle antes de chocar con una casita de ladrillo, contra la que se empotró con un ruido sordo. El tsotsi sentado en el asiento del copiloto saltó por la ventanilla y huyó gritando. Epkeen y Neuman acudieron corriendo, mientras recargaban sus armas. Los tipos de la parte trasera del Toyota ya no se movían, tenían el cuerpo acribillado a balazos. La sombra de Ali se proyectó por detrás de Epkeen, que apuntó al motor humeante con su pistola: la cara del conductor descansaba sobre el volante, con los ojos abiertos. La bala le había salido por la boca… El afrikáner levantó la cabeza, vio a gente correr en todas direcciones, y distinguió a Neuman en el otro extremo de la calleja, ya le sacaba cien metros de ventaja.

El tsotsi que había huido del vehículo empuñaba un AK-47: lanzó una ráfaga a ciegas antes de doblar la esquina de la calle. Volvió a aparecer enseguida, andando hacia atrás y disparando en todas las direcciones. Los americanos habían cercado el perímetro, impidiendo así toda huida. Un coche destartalado surgió entre una nube de polvo y se detuvo en seco.

Acorralado, el tsotsi se volvió hacia Neuman y, con los ojos desorbitados, lo apuntó con su AK-47. Un negro de facciones espantosas, que parecía desafiarlo en su locura: Gulethu.

Neuman disparó en el preciso momento en que éste apretaba el gatillo.

Los hombres de Mzala salieron del coche, arma en mano. Gulethu yacía sobre el suelo de tierra, con una bala en la cadera. Guiñó los ojos bajo el sol: vio a los americanos al cabo de la calle y trató de agarrar su AK-47, sin conseguirlo. Sonrió como un demente, apretando el amuleto que colgaba de su cuello; los hombres de Mzala lo remataron de una ráfaga a quemarropa.

Neuman quiso gritar pero sintió un dolor intenso. En un gesto instintivo, se llevó la mano a la tripa: cuando la retiró estaba roja, y la sangre caliente corría por su camisa…

TERCERA PARTE

QUE TIEMBLE LA TIERRA

1

Zina no tenía hermanos varones. Como era la mayor, había aprendido el izinduku. El arte marcial zulú solía estar reservado a los varones, pero había demostrado una habilidad y una saña poco comunes para una muchacha tan guapa. Su padre se marchó un día al bosque para tallarle un bastón a su medida. Se peleaba con los chicos, devolviéndoles hasta el último golpe, ajena a las burlas.

Su padre había sido destituido de su estatus por insubordinación a las autoridades bantúes, las cuales, con el pretexto de obedecer a las leyes del apartheid, habían permitido una autonomía relativa a los jefes tribales: no estaba dispuesto a ser uno de esos reyezuelos comprados por el poder blanco cuyas milicias no tendrían reparos en imponer el orden a golpe de porra en el interior de los bantustán. Habían destruido su casa con una apisonadora, habían matado a sus animales, expulsado al clan y dispersado a sus miembros en las chabolas vecinas.

Zina había decidido devolver los golpes. Como el ANC estaba prohibido, y sus miembros llevaban veinte años en prisión, se afilió al Inkatha zulú del jefe Buthelezi.

Había pocas mujeres combatientes en el Inkatha: a veces, sirviéndose del club de punto como tapadera, ayudaban a organizar reuniones políticas o a ocultar a simpatizantes blancos para evitar que fueran detenidos por el ejército o linchados por los comrades. Zina se había manifestado con los bastones zulúes que les estaba permitido llevar, y había amenazado al poder blanco desfilando con armas imaginarias, había impreso panfletos, atacado y huido de los militantes del ANC-UDF, que hasta entonces representaban a la oposición. A fuerza de aplacar su feminidad en los ámbitos masculinos, su parte amordazada había resurgido, volcánica: violencia vana, amores y desilusiones telúricas, hacía tiempo que Zina había tirado su corazón desde lo alto de un puente y esperaba a que una niña fuera a recogerlo, ella misma.

Los años de apartheid habían pasado, años de adulto: el combate político la había vuelto como la madera de los bastones que su padre tallaba para ella. Al abrazar a sus enemigos políticos, el presidente Mándela había puesto fin a las matanzas, pero el mundo, en el fondo, no había hecho sino desplazarse: hoy el apartheid ya no era político sino social, y ella seguía en lo alto del puente, inclinada sobre su gran corazón caído.

Pero Zina no perdía la esperanza, no del todo. Era una mujer inteligente: cultivaba su agilidad…


Ali Neuman descansaba sobre la cama de hospital, con una sonrisa pálida a guisa de bienvenida. Ella arqueó una ceja irónica:

– Y yo que creía que los reyes zulúes eran inmortales…

– No estoy muerto -dijo él-. Todavía no.

La bala de Gulethu había atravesado su costado izquierdo y resbalado por una costilla, a escasos milímetros del corazón. La fisura que tenía en el hueso le hacía soltar suspiros complicados. Reposo total, había recomendado el médico del hospital: una o dos semanas, hasta que el cartílago se consolidara de nuevo.

– ¿Cómo te has enterado de que estaba aquí?

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