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– La han encontrado esta mañana en una papelera de la comisaría -dijo Sanogo con voz neutra.

Desató las asas de la bolsa de plástico y descubrió la cabeza decapitada de un joven negro, de labios y pómulos tumefactos, que los miraba fijamente con una mueca monstruosa. Le habían cortado los párpados cerrados en sentido longitudinal, de manera que sólo quedaba una raja sanguinolenta a guisa de mirada. Una mirada cortada a cuchilla… El Gato se había divertido un poco antes de entregarle el despojo a su amo.

– ¿Un regalo de Mzala? -preguntó Neuman.

– Parece que el Gato ha marcado su territorio con este regalito.

Quizá Walter Sanogo pensaba que resultaba gracioso.

Neuman se arrodilló para quedar a la altura de la cabeza: se había cruzado con ese chico hacía diez días, en el solar, con Joey… El cojo.

– ¿Conoce a este hombre?

– No -contestó el policía del township-. Debe de venir del extranjero, o de los asentamientos…

– Me topé con él en Khayelitsha hará unos diez días -dijo Neuman-. Estaba pegando al niño que asaltó a mi madre…

Sanogo se encogió de hombros.

– He enviado una patrulla hacia las dunas de Cape Flats para encontrar el resto del cuerpo -dijo-: los lobos suelen abandonar ahí sus carroñas.

Neuman observó la cabeza decapitada sobre el escritorio, con los párpados recortados.

– En ese caso vamos a decirle unas palabritas al jefe de la jauría.


***


Mzala jugaba a los dardos en el salón privado del Marabi. El shebeen ya estaba abarrotado de muertos de hambre tirados por el suelo, sordos a los insultos que Dina les soltaba, como huesos a aves de presa.

– ¡Consumid algo, chusma, más que chusma, que esto no es un hammaml

La shebeen queen vio entonces al poli negro y alto en la entrada de su establecimiento, seguido de la brigada entera de agentes de Sanogo, y dejó en paz a los clientes. Neuman se abrió paso a través del tropel de borrachos pasmados, con Epkeen cubriéndole las espaldas.

– Usted…

– Tú, cállate, no es la primera vez que te lo digo.

Con una sola mirada, Neuman hizo retroceder a la mujer detrás de su mostrador. Pasó delante de la columna y abrió la puerta metálica que llevaba al salón privado de los americanos. Un ventilador ruidoso removía el aire lleno de humo. Tres tipos tirados en jergones aguardaban su turno para jugar: concentrado delante de la diana, Mzala parecía descansar.

– ¿Les ha gustado mi regalo? -dijo, a la vez que lanzaba el dardo.

Se clavó muy lejos del blanco.

Dos tsotsis de ojos rojos salieron del pasillo y se colocaron uno a cada lado del jefe de la banda. Epkeen los tenía en su línea de mira, ocultaban un arma debajo de la camisa. Los otros tres parecían dormir. Sanogo se apoyó contra la pared metálica, junto a la shebeen queen, que había acudido también.

– ¿De dónde sale esa cabeza? -preguntó Neuman.

– De no muy lejos de aquí: hacia Crossroads, en el límite del township, donde trataba de vender su mercancía… No era una buena idea -añadió Mzala, con una sonrisa dura.

Iba a lanzar un nuevo dardo, pero Neuman se interpuso entre la diana y él:

– Así que le cortó la cabeza.

El tsotsi adoptó un aire contrito que no le pegaba ni con cola.

– No tengo nada contra los polis -dijo-, pero no me gusta enterarme de lo que pasa en mi casa por el ojete de la vecina. Esa historia que me contó usted casi me quita el sueño: eso de que el territorio de los americanos no está bien protegido… -Chasqueó la lengua-. Usted es un tipo evolucionado, entiende lo que es la propiedad privada… Había que enviarles una señal contundente a esos hijos de puta extranjeros.

– ¿La mafia nigeriana?

– Eso parece. Esos perros, echas a diez y vuelven cien.

El Gato sonreía, enigmático.

– ¿Cómo sabes que son nigerianos?

– Hablaban dashiki entre ellos, y das una patada y salen diez bandas de ésas: si no me cree, no tiene más que preguntarle al capitán -dijo, señalando con la nariz a Sanogo.

Este no dijo nada. Dos de sus agentes montaban guardia en la entrada del shebeen, los demás vigilaban a los borrachos en la sala.

– ¿Quién es su jefe? -quiso saber Neuman.

– Uno de esos putos negratas, me imagino.

– Le has cortado los párpados con una cuchilla, no creo que lo hicieras sólo por deporte. ¿Y bien, qué tienes que contarme?

El tsotsi se limpió la palma de la mano en la camiseta blanca desgastada.

– No les pregunté cómo se llamaban, hermano: no eran más que putos perros nigerianos… Un territorio no se comparte: y menos el de los americanos.

Ningún movimiento hostil por el momento. Epkeen echó un vistazo por la ventana de barrotes que daba a la calle: fuera, unos niños con pantalón corto hacían el ganso a distancia, contenidos por sus hermanos mayores.

– ¿Dónde está el resto del cuerpo? -preguntó Neuman.

– ¡Lo hemos tirado allí de donde venía ese hijo de puta! -exclamó Mzala, sacando pecho ante su corte-. Al otro lado de las vías del tren…

La vía férrea separaba Khayelitsha de los asentamientos.

– ¿La banda es de esa zona?

– Eso parece, tío.

– ¿Y qué coño hace en vuestro territorio?

– Ya se lo he dicho: intenta pasar droga.

– ¿Qué droga?

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