Читаем Zulú полностью

– He leído tus hazañas en el periódico -se burló-. Enhorabuena.

– Doce muertos no es exactamente lo que yo llamaría una hazaña.

Los pájaros cantaban por la ventana de la habitación. Zina llevaba un vestido azul noche y un cordón trenzado al cuello, del que colgaba una piedra azul cobalto. Vio el ramo de iris que adornaba la mesilla:

– ¿Una admiradora?

– Peor todavía: mi madre.

Zina cogió el libro que había junto a las flores.

– ¿Y esto?

– Un regalo de Brian.

– ¿Un amigo?

– El último.

Zina leyó el título en voz alta: -Juan Pablo II: textos esenciales… Esbozó un gesto interrogativo de lo más encantador.

– Soy un poco insomne -dijo Ali, recurriendo a un eufemismo-: Brian espera poder dormirme con eso…

– ¿Y funciona?

– Por lo general me quedo roque nada más leer la portada.

Zina sonrió, a la vez que una gota de sudor rodaba entre sus pechos. En lo que dura un sueño, el rocío de su piel desapareció bajo su vestido.

– ¿Cuándo saldrás de aquí? -le preguntó.

– Dentro de un rato, para la conferencia de prensa.

– Huy seguro que tu médico estará encantado.

– Puedo andar.

– ¿Hasta dónde? ¿Hasta la puerta?

El tono era alegre, pero Ali no sonrió. Vio sus pies desnudos sobre el suelo plastificado, el reflejo de sus piernas a la luz del sol y el deseo que le atenazaba la garganta.

– Actúo el sábado en el Rhodes House -le dijo-. Es la última actuación de la gira.

– ¿Ah, sí?

Ali interpretaba mal un papel que, sin embargo, se sabía de memoria. No se habían dicho nada la otra noche en el camerino: él había huido de sus labios para contestar a la llamada de Janet Helms y se había marchado sin una sola palabra. Zina no sabía lo que pensaba, si todavía la creía sospechosa de matar a la gente, como en los tiempos del Inkatha; no sabía siquiera si seguía en lo alto del puente, esperando ese día que nunca llegaba.

Se inclinó sobre el río que corría, fue un impulso irresistible: un trozo de su alma se ahogó cuando rozó con la boca sus labios. No pensó más en la niña asomada al puente bajo la lluvia. Ali esbozaba un gesto hacia ella, el primero, cuando llamaron a la puerta.

La masa del mundo no tardó en separarlos.

Una gruesa señora negra cargada de provisiones irrumpió en la habitación, palpando el aire con su bastón. Josephina adivinó una silueta femenina junto a su hijo y se echó a reír:

– ¡Oh, os he interrumpido! ¡Oh! ¡Cuánto lo siento!

– No, si yo ya me iba -mintió Zina.

– Ji, ji, ji

Josephina dejó sus provisiones al pie de la cama antes de desplazar su quintal de grasa hasta Zina. Ali se la presentó, pero Josephina ya la estaba observando, con las yemas de los dedos.

– Ji, ji, ji

– Bueno, mamá, ya vale…

Pero Josephina estaba feliz: el rostro de la mujer era noble, sus formas, generosas, un dulce sauce inclinado sobre la cama de su hijo…

– Es usted zulú, ¿verdad? -le preguntó.

– Sí… De hecho, su hijo preferiría que lo fuera un poco menos…

Zina le guiñó el ojo al hombre que yacía en la cama y se marchó como una exhalación.

Ali palideció un poco más.

Apoyada en su bastón, su madre lo miraba como si fuera un superhombre:

– ¡Qué buen aspecto tienes, hijo!

Ali tenía en la boca el sabor de los labios de Zina, y en el corazón, un agujero negro.


***


Brian compró un león amarillo y rojo a los vendedores ambulantes, y una cebra para Eve: figuritas de alambre que hacían en los townships… Llamó al telefonillo; sentía la garganta un poco seca.

– ¿Sí? -dijo una voz de mujer.

– ¿Claire? Soy Brian…

– ¿Quién?

Calma blanca bajo el sol reventado.

Sensación de arenas movedizas en la acera.

Las veladas bien regadas de alcohol habían sellado su amistad: a Dan no le hubiera gustado que abandonara a su mujer con el pretexto de que él ya no estaba.

– Déjame entrar, Claire -insistió-: sólo un momento.

Primero hubo una fuerte densidad de silencio, seguida de un suspiro apenas perceptible y un clic electrónico que abrió la verja.

El sol inundaba el pequeño jardín de la casa. Eve y Tom se salpicaban dentro de una piscinita de plástico ante la mirada atenta de su tía Margot, que lo saludó con una sonrisa ocupada.

– ¡Tío Brian! ¡Tío Brian!

Los niños se lanzaron a su cuello como si fuera un poni, festejando sus regalos.

– ¿Dónde está Ali? -preguntó Tom.

– Se está pintando las uñas: vendrá a veros cuando se le haya secado el esmalte.

– ¿De verdad? -se maravilló Eve.

Claire estaba en la terraza, terminando de preparar las galletas que los niños acababan de amasar. Con el pretexto de un nuevo juego, Margot atrajo a los niños hacia la piscina. Brian se acercó a la mesa donde la joven se aplicaba en silencio.

– Te dije que prefería estar sola -dijo, sin levantar la cabeza.

Brian se metió las manos en los bolsillos para no fumar.

– Sólo quería saber cómo estabais.

– ¿Qué quieres saber exactamente?

– ¿Qué tal están los niños?

– ¿Has visto alguna vez a algún huérfano dar saltos de alegría?

– Estás viva, Claire -le dijo en tono amistoso.

– No estoy muerta: pequeño matiz.

La joven viuda levantó los ojos, pero la pena se la había tragado al interior de sí misma. Hasta el azul de sus iris estaba desleído.

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