– Tik. Al menos eso es lo que nos dijo el tipo… Ya no tenía razones para mentir -añadió con una sonrisa burlona-. Esas hienas se movían por nuestro territorio, desde hacía ya tiempo al parecer… Eso no se hace, estará de acuerdo conmigo. Nosotros somos americanos, no nos va eso de compartir.
– ¿Sabes que resultas gracioso? -Neuman le tendió la foto de Gulethu-. ¿Conoces a este tío?
– Bah…
– Gulethu, un tsotsi de origen zulú. Estuvo en varias bandas de los townships antes de pasar una temporadita a la sombra. Se le atribuyen varios asesinatos, principalmente los de dos chicas blancas.
– ¿Es él el zulú del que hablan los periódicos?
– No me digas que sabes leer.
– Tengo chicas que han aprendido para mí -dijo, volviéndose hacia la mestiza medio tumbada en el sofá-. ¿A que sí, preciosa, a que tú sabes un huevo de lectura?
– Claro -contestó la cortesana; el pecho se le desbordaba de la camiseta ceñida roja-: ¡hasta tengo la Biblia escrita en el culo!
Hubo unas cuantas risotadas. Los pechos de la chica temblaban al compás de su risa.
– ¿Y bien? -se impacientó Neuman.
– No -dijo Mzala-: nunca he visto a ese tío.
– ¿Dónde se esconde el resto de la banda?
– En los Cape Flats, en un antiguo plaza shop según el tío este, junto a la vía del tren… No he ido a comprobarlo. Apesta a mierda en toda esa zona.
Mzala sonreía, enseñando sus dientes amarillos, cuando de pronto los cristales de las ventanas saltaron por los aires. Acribillaron a balazos a los dos policías que montaban guardia en la entrada antes de que les diera tiempo siquiera a blandir sus armas, y el rótulo y la puerta estallaron en pedazos. Un Toyota con la lona abierta se detuvo delante del shebeen: los tres hombres que iban detrás descargaron una lluvia de fuego sobre el local. Los clientes retrocedieron bajo el impacto de los proyectiles: un hombre cayó de bruces al suelo, otro se desplomó delante del mostrador, con el cuello roto. Los más fuertes huían empujando a los borrachos estupefactos, abriéndose paso a puñetazos: una ráfaga le arrancó la mandíbula a un policía atrapado en el tumulto, y lanzó un grito salvaje. Neuman se había tirado al suelo. Los cuerpos caían a su alrededor, y los que aún estaban en pie corrían a refugiarse a la sala de juego. Disparos de AK-47. Presa del pánico, otros trataban de huir por las ventanas, donde los esperaban los asaltantes para devolverlos al interior como peleles sanguinolentos. Neuman buscó a Epkeen con la mirada y lo encontró a ras de suelo, pistola en mano. Refugiado contra la pared, Mzala gritaba órdenes por su teléfono móvil. Los clientes se precipitaban hacia la puerta metálica, ametrallados a quemarropa: las balas seguían lloviendo, en medio de una explosión de yeso, vasos, botellas y carteles publicitarios… Mzala y sus hombres se colocaron a ambos lados de la ventana del salón privado y dispararon a su vez.
Sanogo y sus hombres se habían replegado en la confusión más absoluta, siete agentes de uniforme, entre ellos uno con la barbilla hecha pedazos, que sujetaba a otro recién incorporado al cuerpo, que estaba aterrorizado. Las balas volaban por encima del mostrador, donde se escondía Dina, con la cabeza entre las manos. Neuman reptó en medio del tumulto y siguió a Epkeen por la puerta de servicio. Sonaron otros disparos en la calle, que hacían eco a los estertores de los heridos.
Siempre alerta, los americanos habían acudido enseguida para un contraataque relámpago: sepultaron bajo las balas al vehículo enemigo, aparcado delante de su cuartel general, lo que puso fin al diluvio de fuego.
Epkeen y Neuman aparecieron en el patio del shebeen, un callejón sin salida en el que se amontonaban cajas de madera y latas de maíz molido. Vieron los tejados de chapa ondulada y treparon por el canalón. Asustados, los viandantes habían huido; se oían gritos en las callejas vecinas. Los tres negros de la parte trasera del Toyota se habían dado la vuelta y contestaban ahora a los tiros de los americanos que habían acudido a ayudar a sus compañeros. Se dispararon unos a otros durante un breve momento: uno de los negros se desplomó contra la lona del Toyota; el conductor arrancó el motor y se alejó a toda velocidad. Un cuarto tirador cubría su huida disparando desde la puerta del vehículo. Epkeen y Neuman tiraron a su vez desde los tejados, vaciando sus cargadores sobre los tres tsotsis de la parte trasera del todoterreno.
Saltaron del tejado envueltos en una nube de pólvora.