– Para las patrullas. Le he preguntado que por qué lo quiere saber.
– Aquí las preguntas las hago yo, y no me hable con ese tono: ¿qué patrullas son ésas?
La mirada que intercambiaron era como una pax americana en ese principio de milenio.
– Nuestro trabajo -rezongó Debeer-. Somos una agencia de seguridad, no de información.
– Supuestamente, la policía privada debe colaborar con la SAP -replicó Epkeen-, no ponerle la zancadilla. Estoy investigando un homicidio: usted es el jefe, así que va a contestar a mis preguntas o le prendo fuego a su agencia. ¿En qué consisten sus patrullas?
El afrikáner metió tripa en un gesto de impaciencia.
– Nuestras patrullas cubren toda la península -dijo-. Depende de las llamadas que recibamos. Aquí abundan los robos.
– ¿Patrullan de noche?
– Las veinticuatro horas -replicó Debeer-: lo pone en todos nuestros rótulos y carteles.
Las golondrinas se pusieron a piar bajo las viguetas del hangar.
– ¿Quién utilizó este vehículo el jueves de la semana pasada? -preguntó Epkeen.
– Nadie.
– ¿Cómo puede saberlo sin consultar sus registros?
– Porque quien lo utiliza soy yo -contestó.
– Este vehículo fue filmado en Badén Powell a las dos de la madrugada -anunció Epkeen- del jueves pasado.
Se estaba tirando un farol.
Debeer hizo una mueca que se perdió en su papada.
– Puede ser… Yo tenía el turno de noche la semana pasada.
– Pensaba que me había dicho que nadie había utilizado el Pinzgauer.
– Nadie aparte de mí.
El tipo jugaba a hacerse el tonto.
– ¿Recibió una llamada por alguna urgencia? -quiso saber Epkeen.
– No esperamos a que desvalijen a la gente para patrullar-replicó el responsable.
– Así que patrulló esa noche por Badén Powell.
– Si usted lo dice.
Debeer echó los testículos hacia delante, en un gesto provocador: era un chulo prepotente. Epkeen se cruzó con su propio reflejo en las gafas del gordo: no era muy brillante que digamos.
– ¿Patrulla usted solo?
– No necesito a nadie para hacer mi trabajo -aseguró el grueso afrikáner.
– ¿No trabajan por parejas?
– Pasamos más tiempo dando parte de los robos con allanamiento cuando ya se han producido: a veces, basta ir uno solo.
Menos mano de obra igual a más beneficios, aunque el resultado fuera que se descuidara el trabajo: un clásico de la época que no lo convencía mucho. Epkeen se sacó una foto de la cazadora.
– ¿Reconoce esta casa?
Debeer habría leído cinco líneas de chino con el mismo interés.
– No me suena.
– Una casa entre las dunas, junto a Pelikan Park. No la protege ninguna empresa de seguridad: un poco extraño para una casa aislada, ¿no le parece?
Se encogió de hombros:
– Si a la gente le gusta que le roben, allá ella.
– Esa casa está en su sector: ¿no trató nadie de captar a los propietarios como clientes de su empresa?
– Soy director de la agencia, no comercial -rezongó Debeer.
– Ya, pero también tiene toda la pinta de ser un mentiroso. Me da a mí que miente como respira…
– No respiro: por eso me dieron este puesto.
Sobre sus anchas caderas colgaban una porra, un móvil y su arma de servicio.
– Es usted ex policía, ¿verdad? -le dijo Epkeen.
– No es asunto suyo.
– ¿Puedo echarle un vistazo al vehículo?
– ¿Tiene una orden?
– ¿Y usted tiene alguna razón para no enseñarme lo que hay dentro?
Debeer dudó un momento, emitió un sonido de lo más desagradable con la boca y se sacó una llave del bolsillo. Los faros del Pinzgauer parpadearon.
El 4x4 olía a desinfectante para váter. La parte de atrás estaba acondicionada para transportar mercancías. Epkeen inspeccionó el habitáculo: todo estaba limpio, no había el más mínimo residuo en el cenicero, ni siquiera una mota de polvo en el salpicadero…
– ¿Qué suele transportar en este coche?
– Depende de la intervención -contestó Debeer a su espalda.
Dentro cabían ocho personas. Epkeen salió del vehículo.
– ¿Lo ha limpiado hace poco?
– Eso no está prohibido, que yo sepa.
– Tiene gracia -dijo Epkeen, volviéndose hacia el Ford-, el otro coche, en cambio, está bien guarro.
– ¿Y qué?
El sudor le había formado cercos bajo el uniforme. Epkeen sintió que el móvil vibraba en el bolsillo de su pantalón. Salió del hangar para contestar a la llamada -era Neuman- mientras fulminaba con la mirada al director de la agencia.
– ¿Dónde estás? -le preguntó el zulú desde el otro extremo de las ondas.
– En Hout Bay, con un gilipollas.
– Pues pasa. Hemos recibido un regalito. Reúnete conmigo en la comisaría de Harare -ordenó.
Epkeen rezongó, guardando el móvil. Debeer lo miraba tras el cristal de espejo de sus gafas, a la sombra del hangar, con los pulgares encajados en las trabillas del pantalón.
En el despacho de Walter Sanogo flotaba un olor desagradable, apenas disipado por las aspas del ventilador. Neuman y Epkeen estaban delante de él, en silencio ante lo que se avecinaba. El jefe de la comisaría sacó la bolsa de plástico de la nevera portátil que tenía a los pies y la dejó con cuidado sobre la mesa. En su interior había una esfera, una cabeza humana, cuyos rasgos negroides se adivinaban bajo la siniestra capa de plástico…