– Lo que no tenemos sobre todo son culpables.
– Pues no faltan en Sudáfrica.
– Es usted una inyanga, ¿verdad?: una herbolaria…
– Y yo que creía que usted pensaba que lo mío era elaborar pócimas para jovencitas frívolas.
– Me equivocaba con respecto a usted.
– Yo también, si eso lo tranquiliza.
No.
– ¿Esas plantas raras forman la base de un intelezi?… -preguntó.
– ¿Por qué hace preguntas cuyas respuestas ya conoce?
– Es mi trabajo, mire usted por dónde. ¿Y bien?
– Sí -confirmó Zina-: un ritual zulú previo al combate.
– ¿Puede decirme algo más?
La bailarina buscó en sus ojos, pero en ellos ya no se reflejaba nada.
– La composición del intelezi varía en función de si lo que se busca es debilitar al adversario o reforzar el arma del guerrero -dijo-. Vista la composición de éste, yo diría que se ha empleado para reducir la fuerza del adversario.
– Matar salvajemente a unas chicas a golpe de maza, yo a eso no lo llamaría combate.
– Quizá no sea con chicas con quien busca medirse -observó ella.
– ¿Con quién entonces, con la policía?
– Con usted, con el gobierno, con los blancos que llevan las riendas. Si su hombre se cree un guerrero zulú, se siente capaz de desafiar al mundo entero.
Neuman no sabía si era la droga lo que le daba al asesino esa sensación de ser invencible, si tenía intención de llevarle el muti a alguna de las sangomas del township, si atacaba a esas chicas por racismo, por cobardía o por locura pura y dura: su mirada se perdía en los dibujos naranja de la moqueta.
– ¿De qué tiene miedo? -le preguntó ella a bocajarro.
Neuman levantó la cabeza.
– En cualquier caso, no de él.
– Le tiemblan las manos -observó ella.
– Puede ser. ¿Quiere saber por qué?
– Sí.
Aunque estaba inmóvil, las piernas de Neuman no lo sostenían.
– Tengo una lista de los crímenes cometidos en las ciudades en las que estuvieron de gira -soltó de golpe-, usted y su grupo: hay al menos tres asesinatos no resueltos, todos de ex altos funcionarios que ejercieron su cargo durante el régimen del apartheid.
La bailarina se ajustó la toalla al cuello. No esperaba oír eso. Sus ojos le habían mentido. No la quería. Le tendía trampas. Desde el principio, la estaba acorralando, como el cazador a su presa.
– ¿Envenenó a Karl Woos con uno de sus filtros de amor? -le preguntó.
– No soy una mantis religiosa.
– Woos, Müller y Francis no testificaron en la Comisión Ver dad y Reconciliación -dijo-: ¿los liquidó por la impunidad de la que disfrutaron? ¿Sigue usted ajustando cuentas con el pasado?
Zina retomó su postura de ex militante.
– Le habla a un fantasma, señor Neuman.
– ¿Ha matado usted en nombre del Inkatha?
– No.
– ¿Podría matar en nombre del Inkatha?
– Soy zulú.
– Yo también: nunca he matado por ello.
– Lo habría hecho por el ANC -dijo ella entre dientes-. Lo habría hecho por vengar a su padre.
Sabía lo de su padre.
– Sigue militando en el Inkatha -dijo Neuman bajito-. Al menos extraoficialmente…
– No. Lo que hago es bailar.
– Eso es simple miel para atraer a las abejas.
– Odio la miel.
– Otra vez miente.
– Y usted delira: le guste o no, lo que hago es bailar.
– Sí, bailar… -Neuman dio un paso hacia el tocador, donde la había arrinconado-. ¿Su próximo objetivo está aquí, en Ciudad del Cabo? ¿Ya ha establecido contacto con él?
– Está usted delirando -repitió ella.
– ¿Ah, sí?
Un breve silencio saturó el aire del camerino. Zina le cogió las manos, que ardían por la fiebre y, con decisión, posó los labios sobre los suyos. Neuman no se movió cuando la mujer le introdujo la lengua en la boca: él era su objetivo…
Zina lo estaba besando, con los ojos muy abiertos, cuando la melodía de su móvil sonó en su bolsillo.
Era Janet Helms.
– He encontrado el ADN del sospechoso en nuestros ficheros -dijo.