La casa del dentista, una antigua granja remodelada con buen gusto, se extendía en la ladera de la colina. Dragones, cosmos, azaleas, petunias… el jardín que bordeaba las viñas, en el ala izquierda del edificio, llenaba el aire con sus efluvios. El afrikáner pasó por delante de la piscina de azulejos y encontró a su ex mujer a la sombra de un rosal trepador Belle du Portugal, medio desnuda sobre una tumbona.
– Hola, Ruby…
Adormilada bajo sus gafas de sol, no lo había oído llegar: la rubia cobriza pegó un brinco en su hamaca.
– ¡¿Qué estás haciendo aquí?! -exclamó, como si no creyera lo que veían sus ojos.
– Pues nada, ya ves: he venido a hacerte una visita.
Ruby sólo llevaba un bikini amarillo. Se cubrió con un pareo y fusiló con la mirada al bullmastiff que correteaba por el césped.
– Y tú, idiota -le dijo al perro-, ¡a ver si haces tu trabajo!
El animal pasó por delante de ellos, babeando, y se apartó para evitar a la Kommandantur, que lo tenía en su línea de mira. Brian se metió las manos en los bolsillos:
– ¿Ya sabe David los resultados de su examen?
– ¿Desde cuándo te interesas por tu hijo?
– Desde que he visto a su novia. ¿Podemos hablar en serio?
– ¿De qué?
– De Kate Montgomery por ejemplo.
– ¿Tienes una orden para entrar así en la casa de la gente?
Ruby apretaba el pareo contra su pecho, como si temiera que Brian pudiera abalanzársele encima.
– Necesito detalles -dijo él, concentrándose un poco-. Kate no tenía amigos, nadie ha podido contarme nada de ella, y tú eres la última persona que la vio con vida.
– ¿Por qué no mandan a un poli de verdad? -preguntó ella, con una sinceridad desarmante.
– Porque yo soy el más manta de todos.
Una sonrisita burlona se dibujó en los labios de Ruby. Al menos la hacía reír.
– Me temo que no tengo nada más que contarte -le dijo en un tono menos hostil.
– Aun así me gustaría que me ayudaras. Kate estaba colocada cuando la asesinaron: ¿estabas al corriente de su pasado de toxicómana?
Ruby suspiró.
– No… Pero no hace falta llamarse Lacan para darse cuenta de que estaba mal de la olla.
– Kate era adepta al cutting. ¿Sabes de qué va la cosa?
– Cortarse la piel y ver brotar la sangre para sentirse vivo, sí… Nunca la vi practicarlo, si es eso lo que te preocupa, ni organizar festines con los carniceros del barrio.
– El asesino laceraba a sus víctimas: quizá le prometiera aliviarla, o algo así…
– Te he dicho que yo no sabía nada de eso.
– El asesino sabía cuándo pasaría Kate por la cornisa -prosiguió Brian-: la esperó cerca de su casa para asaltarla, o para interceptarla… También es posible que tuvieran una cita, y que le tendieran una trampa. En cualquier caso, la muerte fue premeditada. Eso significa que el asesino conocía su horario y sus actividades.
– ¿Y eso ya que más da, si está muerto? El caso está cerrado, ¿no? Lo han dicho por la radio…
– Los horarios del personal los organizas tú. Quizá algún miembro del equipo de rodaje informara a Gulethu y empujara a Kate a una trampa, como en el caso de Nicole Wiese.
– ¿No decías que ya los habías interrogado?
– Pero no saqué nada en claro -confesó-. Me he informado sobre el grupo de death metal: sus chorradas satánicas, los pollos degollados y toda la pesca, ¿eso qué es, cosas de adolescentes o una fascinación por el esoterismo?
– Son todos vegetarianos -dijo Ruby.
Los neumáticos de un coche crujieron sobre la gravilla, seguidos del ruido de una puerta al cerrarse. Un melenudo alto y mal afeitado apareció en la otra punta del jardín, con un pantalón muy ancho y de talle bajo. David vio a sus padres junto a la piscina, se quedó un momento desconcertado y luego se les acercó a grandes zancadas.
– ¿Qué pinta él aquí? -le espetó a su madre.
– Eso mismo le he preguntado yo.
– ¿Qué tal el examen?, ¿bien?
– Métete en tus asuntos, los míos no te importan una mierda.
Epkeen suspiró, qué familia…
– Al menos tengo derecho a enterarme…
– No te hemos pedido nada -replicó David-. Mamá, por favor, dile que se vaya.
– Vete -le dijo Ruby.
Siempre a punto de llorar, Brian casi sentía ganas de reír.
– ¿No está Marjorie contigo? -le preguntó.
– Sí, está escondida entre las viñas, sacándote fotos para vendérselas a las revistas del corazón.
– Te quiero, hijo.
– Mira, Brian -intervino Ruby-: te he dicho todo lo que sabía de esa historia, es decir, nada. Y ahora, sé bueno y déjanos en paz.
– Dime al menos si has aprobado -insistió, volviéndose hacia su hijo.
– Primero de mi promoción -dijo David-. No hace falta que te sientas orgulloso, no es mérito tuyo.
La tensión se intensificó aún más.
– ¿Te importa hablarme en otro tono? -dijo Brian entre dientes.
Un hombre esbelto de cabello entrecano apareció entonces en la terraza: vio al hijo de Ruby, con la melena al viento, a ella medio desnuda bajo el pareo, a un tipo desaliñado y al perro guardián, que hacía círculos alrededor de ellos.
– ¿Qué pasa aquí? ¿Quién es usted?
– Hola, Ricky…
– No te lo he presentado -intervino Ruby, desde su tumbona-: Rick, éste es el teniente Epkeen, el padre de David.
El dentista frunció el ceño: