Rick había recuperado su sonrisa a lo George Clooney, la que les ponía a las celebridades locales para que vieran que estaban en el mismo bando. Llevó a su novia a su despacho privado, cuya inmensa cristalera daba a Table Mountain.
– Sólo tengo que coger unos cuantos papeles y estoy contigo…
– He hablado antes con tu antigua secretaria -dijo entonces Ruby con una voz demasiado tranquila-. Me ha dicho que mantienes relaciones muy estrechas con tus jóvenes colaboradoras.
– ¿Qué?
– No te hagas el sorprendido, haz el favor.
Ya había visto a Ruby en ese estado en otras ocasiones. No era eso lo que lo atraía en ella. Le gustaba su cuerpo salvaje, su energía, su fuerza y la esperanza que la había empujado a sus brazos, pero su lado incontrolable lo ponía en guardia contra toda idea de matrimonio…
– ¡¿Y bien, qué tienes que decir a eso?! -insistió.
– Fay es una víbora -dijo Rick entre dientes-, ¡una víbora que miente en cuanto abre la boca!
– En cualquier caso, tiene buena memoria cuando miente -observó Ruby-: sobre todo recuerda muy bien los nombres y las horas de las citas.
– ¿De qué estás hablando?
– Kate Montgomery venía siempre a última hora de la tarde, era tu última cliente -dijo-, justo cuando tu secretaria terminaba su jornada y se marchaba… ¿Qué opinas de eso?
– Por Dios, Ruby -dijo, con aire suplicante-, ¡eran los horarios que a ella le venían bien! ¡¿Qué te estás imaginando ahora?!
Ruby seguía dándole vueltas a su idea.
– Confiesa que te acostaste con Kate -le espetó.
– ¡Estás loca!
– ¡Confiesa que al menos intentaste acostarte con ella! Sus ojos echaban chispas de la rabia. Una loca. Vivía con una loca.
– ¡Pero, Ruby, te estoy diciendo la verdad! Nunca he tenido relaciones con Kate Montgomery. ¡Por Dios santo! ¡Le curaba los dientes!
– Con la polla.
El dentista cerró los ojos y tomó el rostro de Ruby entre sus manos. Nunca se había acostado con Kate. Ella nunca habría querido. O al contrario, quizá la joven no deseara otra cosa. De todas maneras, era una chica frágil, una chica problemática. Cuidaba de su clientela, tanto en sentido literal como figurado, y sobre todo le interesaba conservarla. Rick suspiró, de pronto se sentía cansado. Lo acosaban por todos lados, y ahora encima Ruby aparecía en su consulta como una fiera…
– Es el cerdo ese del policía -dijo por fin-: es el cerdo ese el que te ha metido todas esas porquerías en la cabeza, ¿verdad?
Un avión surcó el azul del cielo al otro lado de la cristalera. Ruby bajó la cabeza.
No quería verlo: se avergonzaba de su propia desesperación. La desconfianza y el resentimiento le jugaban malas pasadas. Siempre esperaba lo peor: no, más que esperar, lo provocaba. Se mordía la cola, como un cochino escorpión, se picaba con su propio veneno. Su necesidad de ser amada y protegida era demasiado fuerte. El mundo ya la había abandonado una vez cuando tenía trece años. Ruby se sentía confusa, atrapada entre dos realidades. No creía en ninguna de ellas. A dos pasos de allí, Rick esperaba un gesto suyo, un gesto de amor… Algo en su cabeza, sin embargo, seguía diciéndole que ella tenía razón; que, una vez más, la iban a traicionar. Ruby apretó los dientes, pero no pudo reprimir el temblor de sus labios. No podía controlarlo, no podía controlarlo.
– Tómame -murmuró-. Tómame en tus brazos…
Josephina había corrido la voz en los clubes y las asociaciones del township, compuestas en su mayoría por mujeres, voluntarias que luchaban por que no se hundieran las ratas con el barco. Los niños que buscaba su hijo eran niños perdidos. El propio Ali podría haberse encontrado en esa situación, si no hubieran huido de las milicias que habían asesinado a su padre. Y todos esos niños que iban a perder a sus madres por culpa del sida, esos huérfanos que pronto engrosarían las filas de los desdichados: si ellas no se ocupaban de ellos, ¿quién lo haría? El gobierno estaba ya bastante ocupado con la violencia en las ciudades, con el paro, el recelo de los inversores y ese Mundial de Fútbol del que todo el mundo hablaba…
Por suerte, Mahimbo, una amiga de las Iglesias de Sión, la llamó por fin: había visto a dos niños que correspondían a la descripción, diez días antes, en la zona de Lengezi, un niño alto y delgado con un pantalón corto verde y otro más bajito, con una camisa caqui y una cicatriz en el cuello. Había una iglesia en Lengezi, junto a un public open space, en la que trataban de dar de comer a los más necesitados. El pastor tenía una joven asistenta, Sonia Parker, que se ocupaba de prepararles una sopa al menos una vez a la semana: quizá los viera regularmente… La asistenta no tenía teléfono, pero terminaba su jornada a las siete, tras el último oficio.
Eran las siete y diez.