Читаем Zulú полностью

La historia fue muy aclamada en las dos literas. Aún hubo que dar las buenas noches a Baggera, la pantera extrañamente negra, charlar con la camarilla de Tom, repartida por toda su cama, después de lo cual le llegaba el turno a Eve, que sólo entonces consentía callarse, coger a su peluche por la piel del cuello y hundirse el pulgar en la boca.

– Buenas noches, jirafita mía -dijo Dan, besándola en los párpados.

Dan cerró la puerta de la habitación con un nudo en el estómago. Siempre el mismo miedo: miedo de perder a Claire, de no estar a la altura… Los angelitos dormían en sábanas de faquir.

Se tranquilizó un poco antes de reunirse con su mujer, que leía en el piso de abajo.

Desde su enfermedad, ya no veían la tele; al principio les parecía extraño -ni se les pasaba siquiera por la cabeza encenderla- y después se dieron cuenta de que el tiempo que pudieran pasar juntos valía más que cualquier programa de cocina.

Dan y Claire se habían conocido cinco años antes en un bar de Long Street, una noche anodina que había cambiado sus vidas. Fletcher había crecido en una familia de la pequeña burguesía anglófona de Durham donde su homosexualidad latente se había resumido a unas cuantas masturbaciones medio avergonzadas en los aseos del club deportivo donde unos chicos jóvenes y decididos lo habían aliviado sin que Dan se atreviera a pasar a mayores: la penetración, gran tabú masculino. Claire cantaba aquella noche clásicos de los años setenta, acompañada por un guitarrista negro muy vistoso. I Wanna Be Your Dog; incluso unplugged, esa canción lo había llevado sin remedio hasta sus caderas flexibles que, veladas por un vestido ajustado, ondulaban bajo los focos… Su gracia, sus rastas rubias que caían en cascada sobre sus hombros desnudos, su voz grave y triste, casi masculina: Dan crepitaba. La había abordado en la barra con sus ojos rotos, y Claire había dicho que sí a todo, enseguida: sí a tener hijos, sí a una vida con él. Cinco años.

Hoy Claire ya no cantaba, el pelo se le había caído a puñados, hasta el dibujo milagroso de sus caderas había caído bajo la radiación. La belleza bombardeada y el espanto yacía bajo las flores: Dan no soportaba que Claire pudiera morir. La amenaza que pesaba sobre ellos los había esculpido en cristal, y bajo su aire masculino y tranquilizador, el más frágil era él…

– ¿Estás bien? -dijo Claire, al verlo volver de la habitación de los niños.

– Sí, sí…

Su mujer leía, con el cuerpo apoyado en las piernas dobladas sobre el sofá del salón. Llevaba una blusa blanca que le llegaba hasta los muslos, un pantalón corto y ceñido de algodón y gafas de montura plateada que, junto con el libro, le daban un aire estudioso bastante apetecible… Dan se inclinó sobre la portada del libro:

– ¿Qué lees?

– A Rian Malan.

El sudafricano que había escrito Mi corazón de traidor, esa obra maestra tan aterradora.

– Es su última novela -precisó Claire.

Pero Dan no parecía muy concentrado en la obra del escritor y periodista. La miró apartarse un mechón rubio por detrás de la oreja -todavía no estaba acostumbrada a llevar peluca- y se arrodilló sobre el parqué. Tenía los tobillos finos, suaves, conmovedores… Claire olvidó su libro, y con una sonrisa cerró los ojos: Dan le besaba los pies, una multitud de pequeños besos que caían sobre su piel como un polvillo de amor; Dan los lamía, y su lengua, al acurrucarse entre sus dedos, la excitaba… terriblemente. Claire adoró sus manos a flor de piel, sus dedos que corrían sobre el algodón de su pantalón… Sintió que se humedecía y, feliz, dejó que Dan la arrastrara consigo hacia atrás…

Apenas habían terminado de hacer el amor cuando sonó el teléfono al pie del sofá. Por miedo a que se despertaran los niños, Dan hizo ademán de descolgar. Claire se aferró a él, acompañando su movimiento, todavía encajada en él: su marido descolgó al quinto timbrazo.

– ¿Te pillo en mal momento?

Era Neuman.

– No… No…

Dan tenía estrellitas en la cabeza y un archipiélago de cometas por almohada.

– Te recojo mañana por la mañana, iremos a dar un paseo por la playa -anunció Neuman-. Brian se viene también.

El vientre de su mujer lo abrigaba con su calor, y a la vez lo sujetaba con firmeza.

– Vale.

– Y esta vez no olvides tu arma.

– No, prometido.

Dan sonrió al colgar el teléfono. Puro camuflaje. Nunca se lo había confiado a Neuman, y menos aún a Claire, pero en realidad un miedo atroz le atenazaba el estómago: su hada enferma, sus hijos, no era más que un gallina cobarde que temblaba por los suyos… Claire lo atrajo hacia sí con una sutil contracción del perineo. El amor había sonrosado sus mejillas pálidas: ella sí sonreía de verdad, valiente, enflaquecida y confiada.

Dan se tragó su compasión al ver que tenía la peluca ligeramente torcida, pero su vientre ondulaba suavemente sobre su sexo. Claire murmuró:

– Quiero más.

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