Читаем Zulú полностью

Brian salía en ese momento de la ducha.

– Nada… Nada de nada.

Se vistió con lo primero que pilló.

– Las llaves están en la mesa de la cocina -dijo-. Luego no tienes más que esconderlas en las maceteras.

Tracy lo miraba sin comprender. Brian cogió su arma y salió de casa.

***

Un fuerte viento azotaba la playa de Muizenberg. Neuman se cerró el botón de la chaqueta que escondía su Colt 45. Epkeen y Fletcher lo seguían, protegiéndose el rostro de las nubes de arena que levantaban las ráfagas. Al dejar atrás las casetas pintorescas y pasadas de moda, la playa se extendía kilómetros, hasta el township.

Habían interrogado a los chavales que aparcaban los coches, llevaban dorsales de colores chillones, y también traficaban con un poco de dagga: uno de ellos había reconocido a Stan Ramphele en la fotografía (tenía una camioneta) y a la chica (una rubita muy guapa). No tenían más información, ni de los policías locales, ni de los confidentes, a los que llevaban días interrogando.

Abandonaron el bosque que bordeaba las primeras dunas y echaron a andar por la arena blanda. Al contrario que los fines de semana, en que la gente de la ciudad la visitaba masivamente, la playa de Muizenberg estaba casi vacía; los escasos bañistas se concentraban ante el paseo marítimo y la torre de los socorristas, donde dos jóvenes rubios y esbeltos, con collares africanos, vigilaban de cerca su musculatura. Neuman les había enseñado la foto de Ramphele, pero chicos negros con camisetas de Gap y Ray Ban de plástico los veían a montones todos los días. Y lo mismo pasaba con la rubita que supuestamente lo acompañaba…

Las olas se abatían con estruendo, tragándose en su camino, a algunos surfistas: interrogaron a los melenudos con traje de neopreno que lograban salir vivos, pero no obtuvieron más que muecas saladas. Caminaron largo rato. Las casas eran cada vez más escasas. Pronto ya no quedó más que un surfista a lo lejos y montones de olas que rompían contra la orilla. Epkeen sudaba bajo su cazadora de lona, empezaba a hartarse de ese paseo, llevaban veinte minutos andando por la arena pegajosa. A su lado, Fletcher no decía nada, silueta indolente bajo el sol y los torbellinos que azotaban su rostro. Neuman caminaba delante, insensible a los elementos. Uno, dos kilómetros… Entonces divisaron un grupo de hombres, al abrigo de una duna. Eran media docena de negros, estaban bebiendo tshwala [26] al abrigo de una cabaña destartalada. Una chica bailaba a la sombra; tardaron en oír la música, pues sonaba contra el viento, una especie de reggae que escupía un radiocasete…

Neuman indicó a Epkeen que se acercara a echar un vistazo, ellos seguirían andando hasta las dunas, donde una delgada columna de humo se elevaba algo más lejos, barrida por el viento. Brian se fue derecho al bar improvisado, sin quitar ojo a las piernas doradas de la chica que bailaba…

Las ráfagas de viento empujaban las nubes. Fletcher se colocó en la estela de Neuman y lo siguió hasta las dunas blancas.

Flotaba en el aire un aroma a pollo asado, y a algo más que aún no acertaban a identificar. Vieron una caseta de playa con la madera carcomida, una braai [27] instalada al amparo de las corrientes, y dos hombres con gorras de tela que se ocupaban de vigilarla. Neuman evaluó el terreno, no vio más que la cresta de las dunas y a los tipos frente a ellos. Empujado por el viento, el reggae de la cabaña les llegaba a retazos. Neuman se acercó. La puerta de la caseta, entreabierta, se sostenía de puro milagro. Los dos negros, en cambio, estaban plantados muy tiesos en la arena.

– Buscamos a este hombre -dijo Neuman-: Stan Ramphele.

Los tipos trataron de sonreír: ambos tenían los ojos rojos; uno, que era un puro nervio, tenía unos treinta años y los dientes medio podridos por la malnutrición y la droga; el otro negro, más joven, se bebía su cerveza mirando la lata como si el sabor cambiara con cada sorbo.

– No conocemos a ese tipo -dijo, con el aliento cargado de alcohol.

– ¿No? Pues tienen toda la pinta de ser clientes suyos -replicó Neuman-. Stan -insistió-: un camello de dagga que se pasó a cosas más duras…

– No sé, tío… ¡Nosotros disfrutamos de la playa, nada más!

El viento hizo volar las cenizas de la barbacoa. Tenían cicatrices en los brazos, el cuello…

– ¿De dónde sois? -quiso saber Neuman.

– Del township. ¿Por qué, tío?

Fletcher estaba unos pasos detrás, con la mano sobre la culata de su pistola.

– Hemos encontrado a Stan en el interior de su domicilio, una casa prefabricada, con una dosis de polvo como para reventarse las venas -contestó Neuman-. Una mezcla a base de tik. ¿Qué os parece eso, chicos?

– Para contestarle tendría que tener ganas de hablar -replicó Puro-nervio.

Neuman empujó la puerta de la caseta de playa y vio un par de gemelos sobre el suelo cochambroso. Un modelo de lujo que no cuadraba con ese par de desgraciados. Los habían visto venir. Los estaban esperando.

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