De los otros dos, uno corría con la cola tiesa y el cuarto, vaya uno a saber por qué, movía la cola, como si le hubieran dado un premio. Se acercó al perro muerto y lo tocó con el pie. La bala le había entrado por la cabeza. Sin mirar hacia atrás se fue caminando cerro abajo, otra vez, hasta donde habían hallado el cadáver de la desconocida. Allí se detuvo y encendió un cigarrillo.
Delicados sin filtro. Luego siguió bajando hasta llegar a su coche. Desde allí, pensó, todo se veía diferente.
En mayo ya no murió ninguna otra mujer, descontando a las que murieron de muerte natural, es decir de enfermedad, de vejez o de parto. Pero a finales de mes empezó el caso del profanador de iglesias. Un día un tipo desconocido entró en la iglesia de San Rafael, en la calle Patriotas Mexicanos, en el centro de Santa Teresa, a la hora de la primera misa. La iglesia estaba casi vacía, sólo unas cuantas beatas se apiñaban en las primeras bancas, y el cura aún estaba encerrado en el confesionario.
La iglesia olía a incienso y a productos baratos de limpieza.
El desconocido se sentó en uno de los últimos bancos y se puso de rodillas de inmediato, la cabeza hundida entre las manos como si le pesara o estuviera enfermo. Algunas beatas se volvieron a mirarlo y cuchichearon entre sí. Una viejita salió del confesionario y se quedó inmóvil contemplando al desconocido, mientras una mujer joven de rasgos indígenas entraba a confesarse. Cuando el cura absolviera los pecados de la india empezaría la misa. Pero la viejita que había salido del confesionario se quedó mirando al desconocido, quieta, aunque a veces apoyaba el cuerpo en una pierna y luego en la otra y esto la hacía dar como unos pasos de baile. De inmediato supo que algo no estaba bien en aquel hombre y quiso acercarse a las otras viejas para advertírselo. Mientras caminaba por el pasillo central vio una mancha líquida que se extendía por el suelo desde el banco que ocupaba el desconocido y percibió el olor de la orina. Entonces, en vez de seguir caminando hacia donde se apiñaban las beatas, rehízo el camino y volvió al confesionario.
Con la mano tocó varias veces en la ventanilla del cura. Estoy ocupado, hija, le dijo éste. Padre, dijo la viejita, hay un hombre que está mancillando la casa del Señor. Sí, hija mía, ahora te atiendo, dijo el cura. Padre, no me gusta nada lo que está pasando, haga algo, por el amor de Dios. Mientras hablaba la viejita parecía bailar. Ahora, hija, un poco de paciencia, estoy ocupado, dijo el cura. Padre, hay un hombre que está haciendo sus necesidades en la iglesia, dijo la viejita. El cura asomó la cabeza por entre las cortinas raídas y buscó en la penumbra amarillenta al desconocido, y luego salió del confesionario y la mujer de rasgos indígenas también salió del confesionario y los tres se quedaron inmóviles mirando al desconocido que gemía débilmente y no paraba de orinar, mojándose los pantalones y provocando un río de orina que corría hacia el atrio, confirmando que el pasillo, tal como temía el cura, tenía un desnivel preocupante.
Después fue a llamar al sacristán, que estaba tomando café sentado a la mesa y parecía cansado, y ambos se acercaron al desconocido para afearle su conducta y proceder a echarlo de la iglesia. El desconocido vio sus sombras y los miró con los ojos llenos de lágrimas y les pidió que lo dejaran en paz. Casi en el acto una navaja apareció en su mano y mientras las beatas de los primeros bancos gritaban acuchilló al sacristán.
El caso le fue confiado al judicial Juan de Dios Martínez, que tenía fama de eficiente y discreto, algo que algunos policías asociaban con la religiosidad. Juan de Dios Martínez habló con el cura, que describió al desconocido como un tipo de unos treinta años, de estatura mediana, de piel morena y complexión fuerte, un mexicano como cualquiera. Luego habló con las beatas.
Para éstas, el desconocido ciertamente no era un mexicano como cualquiera sino que parecía el demonio. ¿Y qué hacía el demonio en la primera misa?, preguntó el judicial. Estaba allí para matarnos a todas, dijeron las beatas. A las dos de la tarde, acompañado de un dibujante, fue al hospital a tomarle declaración al sacristán. La descripción de éste coincidía con la del cura. El desconocido olía a alcohol. Un olor muy fuerte, como si antes de levantarse aquella mañana hubiera lavado la camisa en un barreño de alcohol de noventa grados. No se había afeitado desde hacía días, aunque esto se notaba poco porque era lampiño. ¿Cómo sabía el sacristán que era lampiño?, quiso saber Juan de Dios Martínez. Por la forma en que le salían los pelos en la jeta, pocos y mal avenidos, como pegoteados a ciegas por su chingada madre y por el culero mamavergas de su padre, dijo el sacristán. También: tenía las manos grandes y fuertes.