Unas manos tal vez demasiado grandes para su cuerpo. Y estaba llorando, de eso no le cabía duda, pero también parecía que se estuviera riendo, llorando y riéndose al mismo tiempo. ¿Me entiende?, dijo el sacristán. ¿Como si estuviera drogado?, peguntó el judicial. Exacto. Positivo. Más tarde Juan de Dios Martínez llamó al manicomio de Santa Teresa y preguntó si tenían o habían tenido a un interno que respondiera a las características físicas que había recabado. Le dijeron que tenían un par, pero que no eran violentos. Preguntó si los dejaban salir. A uno sí y a otro no, le respondieron. Voy a ir a verlos, dijo el judicial.
A las cinco de la tarde, después de comer en una cafetería adonde nunca iban policías, Juan de Dios Martínez estacionó su Cougar gris metalizado en el párking del manicomio. Lo atendió la directora, una mujer de unos cincuenta años, con el pelo teñido de rubio, que hizo que le trajeran un café. La oficina de la directora era bonita y le pareció decorada con gusto. En las paredes había una reproducción de Picasso y una de Diego Rivera.
Juan de Dios Martínez se estuvo largo rato mirando la de Diego Rivera mientras esperaba a la directora. En la mesa había dos fotografías: en una se veía a la directora, cuando era más joven, abrazando a una niña que miraba directamente a la cámara.
La niña tenía una expresión dulce y ausente. En la otra foto la directora era aún más joven. Estaba sentada al lado de una mujer mayor, a la que miraba con expresión divertida. La mujer mayor, por el contrario, tenía un semblante serio y miraba a la cámara como si le pareciera una frivolidad tomarse una foto. Cuando por fin llegó la directora el judicial se dio cuenta de inmediato de que habían pasado muchos años desde que se había hecho las fotos. También se dio cuenta de que la directora seguía siendo muy guapa. Durante un rato hablaron de los locos. Los peligrosos no salían, le informó la directora. Pero locos peligrosos no había muchos. El judicial le enseñó el retrato robot que había hecho el dibujante y la directora lo miró con atención durante unos segundos. Juan de Dios Martínez se fijó en sus manos. Tenía las uñas pintadas y los dedos eran largos y parecían suaves al tacto. En el dorso de la mano pudo contar unas cuantas pecas. La directora le dijo que el retrato no era bueno y que podía tratarse de cualquiera. Después fueron a ver a los dos locos. Estaban en el patio, un patio enorme, sin árboles, de tierra, como una cancha de fútbol de un barrio pobre.
Un vigilante vestido con camiseta y pantalones blancos le trajo al primero. Juan de Dios Martínez oyó cómo la directora le preguntaba por su salud. Luego hablaron de comida. El loco dijo que ya casi no podía comer carne, pero lo dijo de forma tan enrevesada que el judicial no supo si se estaba quejando por el menú o si le comunicaba una aversión por la carne probablemente reciente. La doctora habló de proteínas. La brisa que soplaba por el patio a veces despeinaba a los pacientes. Hay que construir una muralla, le oyó decir a la doctora. Cuando sopla el viento se ponen nerviosos, dijo el vigilante vestido de blanco.
Después trajeron al otro. Juan de Dios Martínez creyó al principio que eran hermanos, aunque cuando los dos estuvieron uno al lado del otro se dio cuenta de que el parecido sólo era aparente. De lejos, pensó, igual todos los locos se parecen.
Cuando volvió al despacho de la directora le preguntó cuánto tiempo hacía que dirigía el manicomio. Un titipuchal de años, dijo ella riéndose. Ya ni me acuerdo. Mientras tomaban otro café, a los que la directora era muy aficionada, le preguntó si era de Santa Teresa. No, dijo la directora. Nací en Guadalajara y estudié en el DF y luego en San Francisco, en Berkeley.
A Juan de Dios Martínez le hubiera gustado seguir hablando con ella, y tomando café, y tal vez preguntarle si estaba casada o divorciada, pero no tenía tiempo. ¿Me los puedo llevar?, dijo.