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La directora lo miró sin comprender. ¿Me puedo llevar a los locos?, preguntó. La directora se rió en su cara y le preguntó si se sentía bien. ¿Adónde se los quiere llevar? A una especie de rueda de reconocimiento, dijo el judicial. Tengo a la víctima en el hospital y no puede moverse. Usted me presta a sus pacientes un par de horas, me los llevo de paseo al hospital y antes de que anochezca se los traigo de vuelta. ¿Y me lo pide a mí?, dijo la directora. Usted es la jefa, dijo el judicial. Tráigame una orden del juez, dijo la directora. Se la puedo traer, pero eso es puro papeleo. Además, si le traigo una orden, a sus pacientes los van a llevar a comisaría, puede que los retengan una o dos noches, no lo van a pasar bien. En cambio, si me los llevo yo ahora, pues no pasa nada. Los meto en el carro, el único policía soy yo, si la víctima hace un reconocimiento positivo, igual le devuelvo a sus locos, a los dos. ¿No le parece más fácil? No, no me lo parece, dijo la directora, tráigame una orden del juez y ya veremos. No he querido ofenderla, dijo el judicial. Estoy escandalizada, dijo la directora. Juan de Dios Martínez se rió. Pues no me los llevo y ya está, dijo. Eso sí, procure que ninguno de los dos salga del manicomio, ¿me lo promete? La directora se levantó y por un momento él creyó que lo iba a echar. Luego llamó por teléfono a su secretaria y le pidió otra taza de café.

¿Usted quiere otra? Juan de Dios Martínez movió la cabeza afirmativamente. Esta noche no voy a poder dormir, pensó.

Esa noche el desconocido de la iglesia de San Rafael entró en la iglesia de San Tadeo, en la colonia Kino, un barrio que crecía entre los matorrales y las colinas de suaves pendientes del suroeste de Santa Teresa. Al judicial Juan de Dios Martínez lo llamaron a las doce de la noche. Estaba viendo la tele y después de colgar el teléfono recogió los platos sucios de la mesa y los puso en el fregadero. Del cajón de la mesita de noche sacó su pistola y el retrato robot, que tenía doblado en cuatro partes, y bajó caminando por las escaleras hasta el garaje en donde estaba su Chevy Astra de color rojo. Cuando llegó a la iglesia de San Tadeo unas mujeres estaban sentadas en la escalinata de adobe. No eran muchas. En el interior de la iglesia vio al judicial José Márquez que interrogaba al cura. Le preguntó a un policía si había venido ya la ambulancia. El policía lo miró con una sonrisa y le dijo que no había heridos. ¿Qué chingados es todo esto? Los dos tipos de la policía científica trataban de encontrar huellas en una imagen de Cristo que estaba junto al altar, en el suelo. Esta vez el loco no le ha hecho daño a nadie, le dijo José Márquez cuando se desocupó del cura. Quiso saber qué había pasado. Un pendejo drogado apareció a eso de las diez de la noche, dijo Márquez. Llevaba una navaja o un cuchillo.

Se sentó en los últimos bancos. Allí. En los más oscuros.

Una vieja lo oyó llorar. El tipo no sé si lloraba de tristeza o de placer. Se estaba meando. Entonces la vieja fue a llamar al cura y el tipo saltó y se puso a destrozar las figuras. Un Cristo, una Guadalupana y un par de santos más. Después se marchó. ¿Y eso es todo?, dijo el judicial Juan de Dios Martínez. No hay nada más, dijo Márquez. Durante un rato ambos estuvieron hablando con los testigos. La descripción del agresor coincidía con el de la iglesia de San Rafael. Le mostró al cura el retrato robot. El cura era muy joven y parecía muy cansado, pero no por lo sucedido aquella noche sino por algo que se arrastraba desde hacía años. Se parece, dijo el cura sin darle importancia.

La iglesia olía a incienso y a orina. Los pedazos de yeso esparcidos por el suelo le recordaron una película, pero no supo cuál.

Con la punta del pie movió uno de los fragmentos, parecía el trozo de una mano y estaba empapado. ¿Te has dado cuenta?, le dijo Márquez. ¿Qué?, dijo Juan de Dios Martínez. Ese cabrón debe de tener una vejiga monstruosa. O se aguanta todo lo que puede y espera hasta estar dentro de una iglesia para soltarlo.

Cuando salió vio a algunos periodistas del Heraldo del Norte y La Tribuna de Santa Teresa que hablaban con los curiosos.

Echó a caminar por las calles aledañas a la iglesia de San Tadeo. Allí no olía a incienso aunque el aire, en ocasiones, parecía salir directamente de una poza séptica. El alumbrado público apenas cubría algunas calles. Nunca antes he estado aquí, se dijo Juan de Dios Martínez. Al final de una calle divisó la sombra de un gran árbol. Era un simulacro de plaza y el árbol era lo único que en aquel semicírculo baldío guardaba cierta semejanza con un espacio público. Alrededor de él los vecinos habían construido, aprisa y sin maña, unos bancos para tomar el fresco. Aquí hubo un poblado de indios, recordó el judicial.

Un policía que había vivido en la colonia se lo había dicho. Se dejó caer sobre un banco y observó la imponente sombra del árbol que se recortaba amenazante sobre el cielo estrellado.

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