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¿Qué rezaste?, le preguntó el judicial Juan de Dios Martínez. El pápago no entendió la pregunta. ¿El padrenuestro?, dijo el judicial.

No, no, no, no me acordaba de nada, dijo el pápago, recé por mi alma, recé por mi madrecita, le pedí a mi madrecita que no me abandonara. Desde donde estaba oyó el ruido del bate de béisbol que se estrellaba contra una columna. Bien podía tratarse, pensó o recordó que había pensado, de la columna vertebral del Penitente o de la columna de un metro noventa de altura en donde estaba la talla en madera del arcángel Gabriel.

Luego oyó resoplar a alguien. Oyó gemir al Penitente. Escuchó que el padre Carrasco le mentaba la madre a alguien, una mentada, la verdad sea dicha, extraña, no supo si dirigida al Penitente o a él, que no lo había acompañado, o a una persona desconocida del pasado del padre Carrasco, alguien a quien él no conocería jamás y a quien el cura no volvería a ver jamás.

Después el ruido que hace un bate de béisbol al caer a un suelo de piedras cortadas con exactitud y primor. La madera, el bate, rebota varias veces hasta que finalmente el ruido cesa. Casi al mismo instante oyó un grito que le hizo pensar, otra vez, en el terror sagrado. Pensar sin pensar. O pensar con imágenes temblorosas.

Después creyó ver, como iluminado por una vela pero lo mismo daba que si estuviera iluminado por un rayo, la figura del Penitente que con el bate de béisbol segaba de un golpe las canillas del arcángel y lo hacía caer de su pedestal. De nuevo el ruido de la madera, viejísima ésta, colisionando con la piedra, como si madera y piedra, en aquellas latitudes, fueran términos estrictamente antagónicos. Y más golpes. Y luego los pasos del conserje que llegaba corriendo y se internaba, también él, en lo oscuro, y la voz de su hermano pápago que en lengua pápago le preguntaba qué tenía, qué le dolía. Y luego más gritos y más curas y voces que avisaban a la policía y un revuelo de camisas blancas y un olor ácido, como si alguien hubiera trapeado las piedras de la vieja iglesia con un galón de amoníaco, olor a meados, según le dijo el judicial Juan de Dios Martínez, demasiada orina para un hombre solo, para un hombre con una vejiga normal.

Esta vez el Penitente se desmadró, dijo el judicial José Márquez mientras examinaba de rodillas los cadáveres del padre Carrasco y del conserje. Juan de Dios Martínez examinó la ventana por donde el profanador accedió a la iglesia y luego salió a la calle y estuvo un rato dando vueltas por Soler y luego por Ortiz Rubio y por una plaza que por las noches los vecinos usaban como párking gratuito. Cuando volvió a la iglesia Pedro Negrete y Epifanio estaban allí y nada más entrar el jefe de la policía le hizo un gesto para que se acercara. Durante un rato estuvieron hablando y fumando sentados en los bancos de la última fila. Debajo de la chamarra de cuero Negrete iba vestido con la camisa del pijama. Olía a colonia cara y no tenía cara de cansado. Epifanio llevaba un traje azul claro al que favorecía la luz mortecina de la iglesia. Juan de Dios Martínez le dijo al jefe de policía que el Penitente debía de tener un coche. ¿Y eso cómo lo sabes? No puede desplazarse a pie sin llamar la atención, dijo el judicial. Sus meados apestan. La distancia que hay entre la Kino y la Reforma es muy grande. La distancia entre la Reforma y la Lomas del Toro, también. Supongamos que el Penitente vive en el centro. De la Reforma al centro se puede ir caminando y si es de noche nadie va a darse cuenta de que hueles a meado. Pero del centro a la Lomas del Toro, andando, no sé, por lo menos te puedes tardar una hora. O más, dijo Epifanio.

Y de la Lomas del Toro a la Kino, ¿de cuánto puede ser la caminata? Más de cuarentaicinco minutos, siempre que antes no te pierdas, dijo Epifanio. Y ya no digamos de la Reforma a la Kino, dijo Juan de Dios Martínez. Así que este buey va en coche, dijo el jefe de policía. Es de lo único que podemos estar seguros, dijo Juan de Dios Martínez. Y probablemente lleva ropa limpia en el interior del coche. ¿Y eso?, dijo el jefe de policía. Como medida de precaución. O sea que tú crees que el Penitente no es ningún pendejo, dijo Negrete. Se vuelve tarolas sólo cuando está en el interior de una iglesia, cuando sale es una persona normal y corriente, susurró Juan de Dios Martínez.

Ah, caray, dijo el jefe de policía. ¿Y tú qué piensas, Epifanio?

Puede ser, dijo Epifanio. Si vive solo, puede volver oliendo a mierda, total, del coche a su sede no puede tardar más de un minuto. Si vive con alguna ruca o con los jefes, seguro que se cambia de ropa antes de entrar. Suena lógico, dijo el jefe de policía.

Pero la cuestión es cómo le ponemos fin a todo esto. ¿Se te ocurre algo? Por lo pronto, poner un policía en cada iglesia y esperar a que el Penitente dé el primer paso, dijo Juan de Dios Martínez. Mi hermano es muy católico, dijo el jefe de policía como si pensara en voz alta. Tengo que preguntarle algunas cosas.

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