El vecino le dijo que a partir de ese momento todo iba a cambiar. Pero ella a esas alturas ya no creía en la palabra de los hombres y trabajó duro e hizo horas extra y llegó incluso a vender tortas a sus propias compañeras de trabajo, en la hora de la comida, hasta que tuvo dinero suficiente para alquilar una casita en la colonia Veracruz, que le quedaba más lejos de Interzone que la que tenía en el zanjón, pero que era una casita de verdad, con dos habitaciones, con tabiques bien puestos, con una puerta que se podía cerrar con llave. No le importó tener que caminar veinte minutos más cada mañana. Al contrario, los caminaba casi cantando. No le importó pasarse noches sin dormir, empalmando un turno con otro, o quedarse hasta las dos de la mañana en la cocina, preparando las tortas bien picantes que sus compañeras se comerían al día siguiente, cuando ella partiera a la fábrica a las seis. Al contrario, el esfuerzo físico la llenaba de energía, el agotamiento se convertía en vivacidad y gracia, los días eran largos, lentísimos, y el mundo (percibido como un naufragio interminable) le mostraba su cara más vivaz y la hacía tomar conciencia de que la suya, naturalmente, también lo era. A los quince años su hija mayor empezó a trabajar. Los viajes a la fábrica, que aún hacían a pie, se acortaron entonces entre conversaciones y risas. El hijo dejó la escuela a los catorce. Durante unos meses trabajó en la Interzone-Berny, pero al cabo de varios avisos lo echaron por despistado. Las manos del muchacho eran demasiado grandes y demasiado torpes. La madre entonces le consiguió trabajo en una panadería del barrio. La única que estudiaba era Penélope Méndez Becerra. Su escuela se llamaba Escuela Primaria Aquiles Serdán y estaba en la calle Aquiles Serdán. Allí había niños de la colonia Carranza y de la Veracruz y de la Morelos e incluso también iba algún niño del centro. Penélope Méndez Becerra estaba en quinto de primaria. Era una niña callada, pero que siempre sacaba buenas notas. Tenía el pelo negro, largo y lacio. Un día salió de la escuela y ya no la volvieron a ver.
Esa misma tarde su madre pidió permiso en Interzone para dirigirse a la comisaría n.o 2 a poner una denuncia por desaparición.
La acompañó su hijo. En la comisaría anotaron el nombre y le dijeron que había que dejar pasar algunos días.
Su hermana mayor, Livia, no pudo ir porque en Interzone estimaron que con el permiso a la madre ya había suficiente.
Al día siguiente Penélope Méndez Becerra seguía desaparecida.
La madre y sus dos hijos se presentaron otra vez y quisieron saber qué progresos se habían hecho. El policía que la atendió detrás de una mesa le dijo que no se pusiera insolente. El director de la escuela Aquiles Serdán y tres profesores estaban en la comisaría, interesados por la suerte de Penélope, y fueron ellos quienes se llevaron a la familia de allí antes de que les pusieran una multa por desorden público. Al día siguiente el hermano habló con unas compañeras de curso de Penélope.
Una le dijo que, según creía, Penélope había entrado en un coche con las ventanillas ahumadas y no volvió a salir. Por la descripción parecía un Peregrino o un MasterRoad. El hermano y la profesora de Penélope hablaron largamente con esta alumna, pero lo único claro que sacaron era que se trataba de un coche caro y de color negro. Durante tres días el hermano recorrió Santa Teresa en caminatas agotadoras buscando un coche negro. Encontró muchos, algunos incluso tenían las ventanillas ahumadas y relucían como si acabaran de salir de fábrica, pero quienes se montaban en ellos eran personas que no tenían cara de secuestradores o eran parejas jóvenes (cuya felicidad hacía llorar al hermano de Penélope) o eran mujeres. De todas formas, anotó todas las matrículas. Por las noches la familia se reunía en casa y hablaban de Penélope con palabras que nada significaban o cuyo último significado sólo podían entender ellos. Una semana después apareció su cadáver. Lo encontraron unos funcionarios de Obras Públicas de Santa Teresa en un tubo de desagüe que recorría bajo tierra la ciudad desde la colonia San Damián hasta la barranca El Ojito, cerca de la carretera a Casas Negras, pasado el vertedero clandestino del Chile. El cuerpo fue trasladado de inmediato a las dependencias del forense, en donde éste dictaminó que había sido violada anal y vaginalmente, presentando numerosas desgarraduras en ambos orificios, y luego estrangulada. Tras una segunda autopsia, sin embargo, se dictaminó que Penélope Méndez Becerra había muerto debido a un fallo cardiaco mientras era sometida a los abusos antes expuestos.