Por aquel entonces Lalo Cura había cumplido diecisiete años, seis más de los que tenía Penélope Méndez al ser asesinada, y Epifanio le había conseguido un lugar donde vivir. El sitio estaba en una de las vecindades que todavía quedaban en el centro. La vecindad estaba ubicada en la calle Obispo y después de trasponer un zaguán, de donde partían las escaleras, el visitante accedía a un enorme patio, con una gran fuente en el centro, desde donde se veían los tres pisos de que estaba compuesta la vecindad, y los pasillos desconchados en los que jugaban los niños o hablaban las vecinas, pasillos semicubiertos por tejadillos de madera y sujetos mediante delgadísimas pilastras de hierro, enmohecidas por el paso del tiempo. La habitación de Lalo Cura era grande, con sitio suficiente para una cama, una mesa con tres sillas, un refrigerador (que estaba junto a la mesa) y un armario excesivo para las pocas prendas de vestir que poseía. También tenía una pequeña cocina y un lavadero de cemento, de construcción reciente, para fregar las ollas y los platos sucios o para refrescarse la cara. El lavabo, así como la ducha, era comunal, y en cada piso había dos letrinas y tres más en la azotea. Epifanio primero le mostró su cuarto, que estaba en el primer piso. La ropa colgaba de un cordel que había clavado de una pared a la otra y junto a la cama deshecha vio una pila de periódicos viejos, casi todos de Santa Teresa. Los de abajo ya amarilleaban. La cocina parecía no haber sido utilizada en mucho tiempo. Le dijo que lo mejor para un policía era vivir solo, pero que él hiciera lo que quisiera. Luego lo acompañó hasta su cuarto, que estaba en el tercero, y le dio las llaves.
Ya tienes casa, Lalito, le dijo. Si quieres barrer pídele la escoba a tu vecina. En la pared alguien había escrito un nombre: Ernesto Arancibia. Arancibia estaba escrito con uve. Lalo señaló el nombre y Epifanio se encogió de hombros. Hay que pagar a final de mes, dijo, y se marchó sin darle ninguna otra explicación.
También, por aquellos días, le llegó la orden al judicial Juan de Dios Martínez de dejar de lado el caso del Penitente y dedicarse a una serie de robos con violencia que se produjeron en la colonia Centeno y en la colonia Podestá. A su pregunta de si eso significaba que se daba carpetazo al caso del Penitente, le contestaron que no, pero que, en vista de que éste parecía haberse esfumado y la investigación no experimentaba ningún progreso, y dado que la dotación de judiciales destinados en Santa Teresa no era excesiva, iba a tener que priorizar los casos más urgentes. Por supuesto, eso no significaba que dejaran en el olvido al Penitente ni que Juan de Dios Martínez no siguiera al frente de la investigación, pero sí que los policías que tenía a sus órdenes y que perdían el tiempo vigilando las veinticuatro horas del día las iglesias de la ciudad iban a tener que dedicarse a asuntos más provechosos para la seguridad pública. Juan de Dios Martínez aceptó la orden sin rechistar.
La siguiente muerta fue Lucy Anne Sander. Vivía en Huntville, a unos cincuenta kilómetros de Santa Teresa, en Arizona, y había estado primero en El Adobe, con una amiga, y luego cruzaron la frontera en coche, dispuestas a vivir, aunque sólo fuera parcialmente, la noche inacabable de Santa Teresa. Su amiga se llamaba Erica Delmore y era la propietaria del coche y quien conducía. Ambas trabajaban en un taller artesanal de Huntville en donde se hacían abalorios indios que luego compraban al por mayor las tiendas dedicadas al turismo de Tombstone, Tucson, Phoenix y Apache Junction. En el taller eran las dos únicas blancas, pues las demás trabajadoras eran de origen mexicano o indio. Lucy Anne había nacido en un pueblito de Mississippi. Tenía veintiséis años y su sueño era vivir cerca del mar. A veces hablaba de volver, pero lo hacía generalmente cuando estaba cansada o disgustada, lo que no sucedía muy a menudo. Erica Delmore tenía cuarenta años y había estado casada dos veces. Era de California, pero se sentía feliz en Arizona, en donde había poca gente y la vida era mucho más apacible. Cuando llegaron a Santa Teresa se dirigieron directamente a la zona de las discotecas, en el centro, y primero estuvieron en El Pelícano y luego en Domino’s. En el trayecto se les unió un mexicano de unos veintidós años que dijo llamarse Manuel o Miguel. Era un tipo simpático, según declaró Erica, que intentó ligar con Lucy Anne y luego, ante la negativa de ésta, con ella, y que en modo alguno podía ser tachado de acosador o de machista. En algún momento, mientras estaban en Domino’s, Manuel o Miguel (Erica es incapaz de recordar su nombre con precisión) se marchó y ellas se quedaron solas en la barra. Después, de forma incoherente, se dedicaron a recorrer en coche algunas calles del centro, visitando los monumentos históricos de la ciudad: la catedral, la alcaldía, algunas viejas casas coloniales, la plaza de armas rodeada de edificios porticados.