Según Erica, en ningún momento nadie las molestó ni fueron seguidas por persona alguna. Mientras rodeaban la plaza un turista norteamericano les dijo: chicas, tienen que ver la pérgola, es grandiosa. Después el turista se perdió en la espesura y ellas decidieron que no era una mala idea caminar un rato.
La noche era radiante, fresca, llena de estrellas. Mientras Erica buscaba un sitio para estacionar, Lucy Anne se bajó, se quitó los zapatos que llevaba y se puso a correr por el césped acabado de regar. Después de estacionar Erica fue a buscar a Lucy Anne pero ya no la encontró. Decidió adentrarse en la plaza, rumbo a la famosa pérgola. Algunas sendas eran de tierra, pero las principales conservaban el antiguo empedrado. En los bancos vio parejas que hablaban o se besaban. La pérgola era de metal y en el interior, pese a la hora, jugaban unos niños insomnes.
El alumbrado, comprobó Erica, era débil, sólo el suficiente para no andar a ciegas, pero la presencia de tantas personas desposeía al lugar de cualquier hálito siniestro. No encontró a Lucy Anne, pero sí creyó reconocer al turista norteamericano que les había ponderado a gritos la plaza. Se hallaba junto a otros tres y bebían tequila pasándose la botella de uno a otro.
Se acercó y les preguntó por su amiga. El turista norteamericano la miró como si se hubiera escapado de un manicomio. Todos estaban borrachos, pero Erica sabía cómo tratar a los borrachos y les explicó la situación. Eran muy jóvenes y no tenían nada mejor que hacer, así que decidieron ayudarla. Al cabo de un rato por la plaza resonaron varios gritos llamando a Lucy Anne. Erica volvió a donde había aparcado el coche. No había nadie. Entró, cerró las puertas por dentro y tocó el claxon varias veces. Luego se puso a fumar hasta que el aire en el interior se hizo irrespirable y tuvo que bajar una ventanilla. Cuando amaneció se dirigió a una comisaría de policía y preguntó si había consulado norteamericano en aquella ciudad. El policía que la atendió no lo sabía y tuvo que preguntárselo a un par de compañeros. Uno de ellos dijo que sí había. Erica levantó una denuncia por desaparición y luego se dirigió al consulado con una fotocopia. El consulado estaba en la calle Verdejo, en la colonia Centro-Norte, no lejos de las calles que ella había recorrido la noche anterior, y permanecía cerrado. A pocos pasos Erica vio una cafetería y entró a desayunar. Pidió un sándwich vegetal y un zumo de piña y luego llamó por teléfono desde la misma cafetería a Huntville, a casa de Lucy Anne, pero nadie contestó. Desde su mesa podía ver el movimiento de la calle que iba despertando paulatinamente. Cuando se acabó el zumo volvió a telefonear a Huntville, pero esta vez marcó el número del sheriff. La atendió un muchacho que se llamaba Rory Campuzano, al que ella conocía bien. Éste le dijo que el sheriff aún no había llegado. Erica le dijo que Lucy Anne Sander había desaparecido en Santa Teresa y que ella, tal como veía las cosas, se iba a pasar toda la mañana en el consulado o bien recorriendo los hospitales. Dile que me llame al consulado, dijo.
Eso haré, Erica, mantén la calma, dijo Rory, y luego colgó. Durante una hora, picoteando su sándwich vegetal, permaneció sentada, hasta que vio movimiento en la puerta del consulado.
La atendió un tipo que decía llamarse Kurt A. Banks, que le hizo toda clase de preguntas acerca de su amiga y de ella misma, como si no creyera para nada la versión que Erica le había dado. Sólo al salir de allí Erica comprendió que el tipo sospechaba que tanto Lucy Anne como ella eran putas. Después volvió a la comisaría de policía, en donde tuvo que explicar la misma historia otras dos veces, ante policías que nada sabían de su denuncia, y que finalmente le comunicaron que no había novedad con respecto a la desaparición de su amiga, la cual muy bien podría haber cruzado otra vez la frontera. Uno de los policías le recomendó que hiciera lo mismo, que lo mejor era dejar el asunto en manos del consulado y volver a casa. Erica lo miró a los ojos. Tenía cara de buena persona y el consejo parecía bien intencionado. El resto de la mañana y buena parte de la tarde la ocupó recorriendo hospitales. Hasta ese momento no se había detenido a pensar de qué forma Lucy Anne podía haber llegado a parar a un hospital. Descartó el accidente, pues Lucy Anne había desaparecido en la plaza o en los alrededores de ésta y ella no había oído el más mínimo ruido, ningún grito, ningún frenazo, ninguna derrapada. Tras buscar otras posibilidades que dieran verosimilitud a la presencia de Lucy Anne en un hospital, sólo se le ocurrió el ataque de amnesia. La probabilidad era tan remota que se le llenaron los ojos de lágrimas.