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El año de 1995 se inauguró con el hallazgo, el cinco de enero, de otra muerta. Esta vez se trataba de un esqueleto enterrado a poca profundidad en un potrero que pertenecía al ejido Hijos de Morelos. Los campesinos que lo desenterraron no sabían que se trataba de una mujer. Más bien pensaron que se trataba de un tipo chaparrito. Junto al esqueleto no había ropas ni nada que identificara los restos. Desde el ejido fue avisada la policía, que tardó seis horas en presentarse y que además de tomar declaración a cada uno de los que habían participado en el hallazgo hizo preguntas sobre si faltaba algún campesino, si había habido peleas recientemente, si el comportamiento de algún campesino había variado en los últimos tiempos. Por supuesto, dos jóvenes se habían marchado del ejido, como sucedía cada año, a Santa Teresa o a Nogales o a los Estados Unidos.

Peleas, las había siempre, pero nunca graves. El comportamiento de los campesinos variaba, dependiendo de la estación del año, de la cosecha, del poco ganado que les quedaba, en fin, de la economía, como el de todo el mundo. El forense de Santa Teresa no tardó en dictaminar que el esqueleto pertenecía a una mujer. Si a esto se le añadía que no había ropas o restos de ropas en el agujero donde fue enterrada, la conclusión era más clara que el agua: se trataba de un asesinato. ¿Cómo había sido asesinada? Eso ya no podía decirlo. ¿Cuándo? Probablemente hacía unos tres meses, aunque en este último punto prefería no arriesgar ningún juicio contundente, pues la descomposición de un cadáver es variable, por lo que si alguien pretendía una fecha exacta, lo mejor era que se llevaran los huesos al Instituto Anatómico Forense de Hermosillo o, mejor aún, al del DF. La policía de Santa Teresa hizo un comunicado público en donde, vagamente, lo que hacía a fin de cuentas era rehuir cualquier responsabilidad. El asesino bien podía ser un conductor que viniera desde Baja California y se dirigiera a Chihuahua, y la muerta una autoestopista recogida en Tijuana, asesinada en Saric y enterrada, casualmente, allí.

El quince de enero apareció la siguiente muerta. Se trataba de Claudia Pérez Millán. El cuerpo fue encontrado en la calle Sahuaritos. La occisa vestía un suéter negro y tenía dos anillos de bisutería en cada mano, además de la argolla de compromiso.

No llevaba falda ni bragas, aunque sí estaba calzada con unos zapatos de imitación de cuero, de color rojo y sin tacones.

El cuerpo, que había sido violado y estrangulado, estaba envuelto en una cobija blanca, como si el asesino pensara trasladar el cuerpo a otro lugar y de pronto hubiera decidido, o las circunstancias lo hubieran obligado, abandonarlo detrás de un contenedor de basura de la calle Sahuaritos. Claudia Pérez Millán tenía treintaiún años y vivía con su esposo y sus dos hijos en la calle Marquesas, no lejos de donde fue encontrado el cadáver.

Al presentarse la policía en su domicilio nadie abrió la puerta, aunque eran audibles los llantos y gritos que provenían del interior. Provistos de la pertinente orden judicial, la puerta del domicilio de la occisa fue echada abajo y en una de las habitaciones de la casa, encerrados con llave, fueron encontrados los menores de edad Juan Aparicio Pérez y su hermano Frank Aparicio Pérez. En la habitación había un cubo de agua potable y dos paquetes de pan de molde. Interrogados los menores en presencia de un psicólogo infantil, ambos admitieron que había sido su padre, Juan Aparicio Regla, quien los había encerrado la noche anterior. Luego oyeron ruidos y gritos, pero sin precisar quién gritaba ni qué producía los ruidos, hasta que se durmieron. A la mañana siguiente ya no había nadie en la casa y cuando oyeron a la policía se pusieron a gritar. El sospechoso Juan Aparicio Regla era poseedor de un coche, que tampoco fue encontrado, por lo que se deduce que huyó en él tras cometer el parricidio. Claudia Pérez Millán trabajaba como mesera en una cafetería del centro. Juan Aparicio Regla no tenía oficio conocido, algunos creían que trabajaba en una maquiladora, otros que hacía de pollero en el paso de emigrantes hacia los Estados Unidos. Se cursó una orden inmediata de busca y captura, pero los que sabían estaban seguros de que nunca más se le volvería a ver por la ciudad.

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