Interrogadas las empleadas de la limpieza y los dos recepcionistas, todos coincidieron en declarar que el mencionado Peñalva Brown sólo se había dejado ver durante el primer día de su estancia en el hotel. Las empleadas de la limpieza, por su parte, juraron que durante el segundo y el tercer día no habían hallado nada debajo de la cama, aunque esto último, según la policía, bien podía ser una añagaza para cubrir la falta de esmero con que limpiaban las habitaciones. En el libro de registro del hotel, la dirección que Peñalva Brown había dejado era de Hermosillo. Avisada la policía de Hermosillo, pronto se descubrió que en aquella dirección el tal Peñalva Brown no había vivido jamás. En los brazos de la muerta, una mujer de aproximadamente treintaicinco años, morena y robusta, había numerosas marcas de pinchazos, por lo que la policía investigó en los ambientes de droga de la ciudad, sin encontrar indicios que llevaran a la identidad del cadáver. Según el forense la muerte se había debido a una sobredosis de cocaína en mal estado. No se descartó que la cocaína se la hubiera suministrado el sospechoso Peñalva Brown ni tampoco el que éste supiera que le estaba dando veneno. Dos semanas después, cuando los esfuerzos se habían volcado en el esclarecimiento del crimen de la segunda desconocida, dos mujeres aparecieron en la comisaría, en donde declararon que conocían a la muerta. Ésta se llamaba Sofía Serrano y había trabajado como obrera en tres maquiladoras y como camarera y últimamente hacía de puta en los baldíos de la colonia Ciudad Nueva, a espaldas del cementerio. No tenía familia en Santa Teresa, sólo algunos amigos, todos pobres, por lo que su cuerpo fue entregado a los alumnos de la facultad de Medicina de la Universidad de Santa Teresa.
La segunda muerta apareció cerca de un basurero de la colonia Estrella. Había sido violada y estrangulada. Poco después se la identificó como Olga Paredes Pacheco, de veinticinco años, trabajadora en una tienda de ropa de la avenida Real, cerca del centro, soltera, de un metro sesenta de estatura, domiciliada en la calle Hermanos Redondo, en la colonia Rubén Darío, en donde vivía con su hermana menor, Elisa Paredes Pacheco, ambas bien conocidas en el barrio por su simpatía, don de gentes y seriedad. Los padres habían muerto hacía cinco años, primero el padre, de cáncer, y luego la madre, de un ataque al corazón, con un intervalo de apenas dos meses, y Olga se hizo cargo de las responsabilidades de la casa con eficiencia y naturalidad. No se le conocía ningún novio. Su hermana, de veinte años, sí tenía novio, con el que pensaba casarse. El novio de Elisa, un joven abogado recién egresado de la Universidad de Santa Teresa, trabajaba en el bufete de un abogado mercantil muy reputado en la ciudad, y además poseía una coartada para la noche en que se supone Olga fue secuestrada. Muy conmocionado por la muerte de su futura cuñada, durante el interrogatorio (informal) que se le hizo confesó no tener ni la más remota idea de quién podía malquerer a Olga como para llegar al extremo de matarla y se mostró obsesionado por la mala suerte, el destino trágico que, según él, rondaba a la familia de su novia, primero con la muerte de sus padres y luego con la muerte de su hermana. Las pocas amigas de Olga ratificaron lo dicho por su hermana y el joven abogado. Todo el mundo la quería, era una santateresana como quedan pocas, es decir recta, de una sola palabra, honesta y seria. Y además sabía vestir bien, con elegancia y buen gusto. Sobre el gusto en el vestir el forense estuvo de acuerdo y, además, descubrió algo curioso en el cadáver:
la falda que llevaba la noche de su muerte y con la que fue encontrada estaba puesta al revés.