En mayo el cónsul norteamericano visitó al alcalde de Santa Teresa y luego, en compañía de éste, realizó una visita informal al jefe de la policía. El cónsul se llamaba Abraham Mitchell, pero su mujer y sus amigos lo llamaban Conan. Era un tipo de uno noventa de estatura y ciento cinco kilos de peso, con la cara surcada de arrugas y las orejas tal vez demasiado grandes, a quien le encantaba vivir en México y salir de acampada al desierto y sólo se ocupaba personalmente de los casos graves. Es decir, que casi nunca tenía nada que hacer, salvo acudir a fiestas representando a su país y visitar subrepticiamente alguna noche, una vez cada dos meses, en compañía de compatriotas bragados en los afanes alcohólicos, las dos más reputadas pulquerías de Santa Teresa. El sheriff de Huntville había desaparecido y todos los informes de que disponía decían que se hallaba en Santa Teresa la última vez que fue visto. El jefe de la policía quiso saber si estaba en Santa Teresa en misión oficial o como turista. Como turista, por supuesto, dijo el cónsul. Pues, entonces, ¿qué puedo saber yo?, dijo Pedro Negrete, por aquí pasan cientos de turistas cada día. El cónsul meditó un instante y acabó dándole la razón al jefe de la policía. Mejor no mover la mierda, pensó. Aun así, como una deferencia del alcalde, que era su amigo, se le permitió que revisara él o la persona que él considerara idónea las fotos de los desconocidos muertos en la ciudad desde noviembre del 94 hasta la fecha actual y ninguno de ellos fue identificado por Rory Campuzano, ayudante del sheriff, que se desplazó desde Huntville expresamente por esta razón. Probablemente el sheriff se volvió loco, dijo Kurt A.
Banks y se suicidó en el desierto. O está ahora viviendo con un travesti en Florida, dijo Henderson, el otro empleado del consulado.
Conan Mitchell los miró con gesto grave y les dijo que no era piadoso hablar así de un sheriff de los Estados Unidos.
En mayo, por otra parte, no murió asesinada ninguna mujer en Santa Teresa y lo mismo se repitió durante el mes de junio.
Pero en julio aparecieron dos muertas y las primeras protestas de una asociación feminista, Mujeres de Sonora por la Democracia y la Paz (MSDP), cuya central estaba en Hermosillo, y que en Santa Teresa sólo contaba con tres afiliadas. La primera muerta apareció en el patio de un taller dedicado a la reparación de coches, en la calle Refugio, casi al final, muy cerca de la carretera a Nogales. La mujer tenía diecinueve años y había sido violada y estrangulada. Su cadáver se encontró en el interior de un coche listo para el desguace. Iba vestida con pantalones de mezclilla, blusa blanca algo escotada, y llevaba botas rancheras. Tres días después se supo que se trataba de Paula García Zapatero, vecina de la colonia Lomas del Toro, operaria en la maquiladora TECNOSA, y natural del estado de Querétaro.
Vivía con otras tres queretanas y no se le conocía novio, aunque había tenido una historia sentimental con dos compañeros de la misma maquiladora. Éstos fueron localizados e interrogados durante algunos días y ambos pudieron probar sus coartadas, aunque uno de ellos acabó en el hospital con un shock nervioso y tres costillas rotas. Mientras aún se investigaba el caso de Paula García Zapatero apareció la segunda muerta de julio. Su cuerpo fue hallado detrás de unos depósitos de Pémex, en la carretera a Casas Negras. Tenía diecinueve años, era delgada, de tez morena y pelo negro largo. Había sido violada anal y vaginalmente, repetidas veces, según el forense, y el cuerpo presentaba hematomas múltiples que revelaban que se había ejercido con ella una violencia desmesurada. El cuerpo, sin embargo, fue hallado completamente vestido, pantalones de mezclilla, bragas negras, pantimedias de color marrón claro, sostén blanco, blusa blanca, prendas que no exhibían ni el más mínimo desgarro, de lo que se deducía que el asesino o los asesinos, tras desnudarla y vejarla y matarla, habían procedido luego a vestirla antes de abandonar su cuerpo detrás de los depósitos de Pémex. El caso de Paula García Zapatero lo llevó el policía de la judicial del estado Efraín Bustelo y el caso de Rosaura López Santana le fue encomendado al judicial Ernesto Ortiz Rebolledo y ambos casos entraron rápidamente en un callejón sin salida, pues no había testigos ni nada que ayudara a la policía.