En febrero murió María de la Luz Romero. Tenía catorce años, medía un metro cincuentaiocho, tenía el pelo largo hasta la cintura, aunque se lo pensaba cortar uno de esos días, tal como le había confesado a una de sus hermanas. Desde hacía poco trabajaba en la maquiladora EMSA, una de las más antiguas de Santa Teresa, que no estaba en ningún parque industrial sino en medio de la colonia La Preciada, como una pirámide de color melón, con su altar de los sacrificios oculto detrás de las chimeneas y dos enormes puertas de hangar por donde entraban los obreros y los camiones. María de la Luz Romero salió a las siete de la tarde de su casa, acompañada por unas amigas que la habían ido a buscar. A sus hermanos les dijo que iba a bailar al Sonorita, una discoteca obrera ubicada en los lindes de la colonia San Damián con la colonia Plata, y que ya cenaría algo por ahí. Sus padres no estaban en casa porque aquella semana hacían los turnos de noche. María de la Luz, en efecto, comió junto a sus compañeras, de pie, al lado de una furgoneta que vendía tacos y quesadillas en la acera opuesta a la discoteca, a la que entraron a las ocho de la noche, hallándola repleta de jóvenes a los que conocían, bien porque trabajaban también en EMSA, bien porque los tenían vistos en el barrio.
Según una de sus amigas María de la Luz bailó sola, al contrario que las demás que ya tenían allí a sus novios o conocidos.
En dos ocasiones, sin embargo, fue abordada por dos jóvenes distintos que la quisieron invitar a una bebida o a un refresco, a lo que María de la Luz se negó, la primera vez porque no le gustaba el muchacho y la segunda por timidez. A las once y media de la noche se marchó, en compañía de una amiga. Ambas vivían más o menos cerca y hacer el viaje juntas resultaba mucho más grato que en solitario. Se separaron unas cinco calles antes de la casa de María de la Luz. Allí se pierde el rastro.
Interrogados algunos vecinos que vivían en el trayecto que aún le quedaba por hacer, todos declararon no haber oído grito alguno ni mucho menos una llamada de auxilio. Su cadáver apareció dos días después, junto a la carretera de Casas Negras.
Había sido violada y golpeada en la cara repetidas veces, en ocasiones con especial ensañamiento, presentándose incluso una fractura de palatino, algo muy poco usual en una golpiza y que llevó al forense a suponer (aunque por supuesto con la misma velocidad descartó la idea) que durante el secuestro el coche en que María de la Luz era trasladada había sufrido un accidente de carretera. La muerte se la habían producido las cuchilladas que exhibía en el tórax y en el cuello, y que afectaban los dos pulmones y múltiples arterias. El caso lo llevó el judicial Juan de Dios Martínez, que volvió a interrogar a las amigas que la habían acompañado a la discoteca, al dueño y algunos camareros de la discoteca y a los vecinos cuyas casas flanqueaban las cinco calles que María de la Luz recorrió o intentó recorrer en solitario antes de ser secuestrada. Los resultados fueron decepcionantes.
En marzo no apareció ninguna muerta en la ciudad, pero en abril aparecieron dos, con escasos días de diferencia, y también las primeras críticas a la actuación policial, incapaz no sólo de detener la ola (o el goteo incesante) de crímenes sexuales sino también de apresar a los asesinos y devolver la paz y la tranquilidad a una ciudad de natural laborioso. La primera muerta fue hallada en una habitación del hotel Mi Reposo, en el centro de Santa Teresa. Estaba debajo de la cama, envuelta en una sábana, vestida únicamente con un sostén blanco. Según el administrador de Mi Reposo, la habitación de la muerta correspondía a un cliente, de nombre Alejandro Peñalva Brown, que la había alquilado hacía tres días y del que no se tenía noticias.