Alicia se ríe, apura el mamey, guarda la foto en su carterita y se levanta.
– ¿Ya te vas?
– Sí, tengo cosas que hacer. ¿Y para cuándo quieren el número con el mulato?
– Si lograras llevarlo esta noche, sería perfecto.
– Esta misma tarde le caigo atrás. Si consigo levantarlo, te llamo enseguida por el celular.
– Te esperaríamos a las nueve.
Ella asiente, se inclina para el besito de despedida, se pone unos espejuelos oscuros y comienza a atravesar la terraza.
Al verla alejarse, un camarero se detiene con un vaso en la mano. El vaso también se detiene a mitad de camino entre su bandeja y la mesa de un parroquiano. Y allí sigue el vaso mientras Alicia monta en su descapotable; y allí persiste el vaso, inmóvil, hasta que el carro desaparece en una curva.
Cuando el muchacho se recobra, arquea las cejas, suspira y mira a Víctor con profundo desconsuelo.
Sólo entonces llega el vaso a la mesa de su destinatario.
18
Domingo por la mañana. En el elegante Club de Golf del barrio de Capdevila, Víctor juega al tennis. Confiado, hace un último servicio, intercambia tres raquetazos y gana. Se acerca a la net, da la mano a su oponente y sale hacia los asientos que hay al borde de la cancha. Coge una toalla, se seca un poco y comienza a guardar sus raquetas y pelotas en un estuche. Cuando termina, sale de la cancha y enfila lentamente por un sendero de grava roja.
Al llegar a su coche, lo abre, deja sus raquetas en el interior, y aún con la toalla alrededor del cuello, abre una neverita portátil y saca una lata de refresco, de la que toma un sorbo. Cuando va a encender un cigarrillo, oye un chirrido de ruedas sobre la grava del parking; y al volverse reconoce, con gran sorpresa, a Van Dongen que se apea sonriente. El narizón viste buzo y pantalón blanco y calza unos mocasines oscuros. En la mano trae una carterita de cuero.
– ¿También juegas tennis? ¡Qué coincidencia!
– Ninguna coincidencia: vine a verte.
– ¿Algo urgente…?
– Urgente no, pero muy serio…
Víctor lo escruta, preocupado.
– Tiene que ser muy serio, para tratarlo un domingo…
Van Dongen mira en derredor y señala un camino.
– Te propongo caminar un poco.
Víctor asiente, se quita la toalla, cierra el carro y comienza a caminar junto a Van Dongen, muy intrigado.
Van Dongen abre su carterita, saca un papel, lo desdobla y se lo entrega.
– Esto lo recibí hace unos días de la INTERPOL.
La mención a INTERPOL lo sacude. Víctor frunce el ceño y mira de soslayo a Van Dongen. Ha palidecido terriblemente.
Por fin, baja la vista y lee muy rápido la primera hoja. Ojea un poco la segunda y se las devuelve.
– Sí. Todo es cierto -y lo mira con una altivez desafiante-: Supongo que estarás horrorizado.
Van Dongen se queda observándolo sonriente y cabecea enigmático.
– No, no estoy horrorizado. De joven fui un poco revoltoso, y todavía pienso que es más decente atracar un banco que ser su dueño.
Víctor, se detiene. Aquel inesperado comentario de Jan, lo toma por sorpresa. No sabe qué decir. Sólo atina a rascarse la cabeza y a sonreír.
Jan adelanta dos pasos y también se detiene para volverse a mirarlo. Víctor lo escruta de arriba a abajo, con los ojos muy abiertos. Ahora articula un fruncido de cejas que pretende expresar incredulidad, pero sólo expresa temor, incertidumbre.
Van Dongen permanece callado y lo mira serenamente a los ojos. No tiene prisa.
Por fin, a Víctor se le ocurre un comentario coherente con la situación:
– ¿Y cómo debo entender entonces tu antipatía por los bancos y tu relación con un millonario como Rieks?
– Rieks me salvó de la locura y el deshonor, y le estoy agradecido. Pero no vine a hablarte de eso, Víctor.
De sorpresa en sorpresa, Víctor intenta decir algo, pero se traba. Finalmente se encoge de hombros y suelta la pregunta que ya le quema en el pecho:
– Supongo que a estas alturas toda la empresa conoce mi historia…
Jan retoma la marcha y permanece pensativo unos instante. Luego endereza hacia un banquito que hay al borde del sendero, lo limpia de hojarasca con la mano y se sienta. Víctor se le para enfrente, apura su lata de refresco y la tira entre unos arbustos.
– En Cuba nadie lo sabe, Víctor. Por ahora, ni siquiera la INTERPOL sabe que Henry Moore y Víctor King son la misma persona. Sólo yo lo sé.
– ¿Tampoco lo sabe Rieks?
– No, no lo sabe…
Víctor alza los brazos, desconcertado.
– ¿Qué quieres de mí, Jan?
Van Dongen baja la cabeza como buscando la respuesta en el suelo. Luego sonríe y lo mira a los ojos.
– Quiero que comprendas mi posición como hombre de confianza de Rieks. En primer lugar, no me asusta tu pasado ni tu cambio de nombre. Estoy convencido de que los asaltos fueron un medio para financiar tus búsquedas submarinas. Yo admiro a los seres apasionados, y buscar galeones hundidos me parece una pasión muy noble.
Jan hace una pausa para sacar sus cigarros de la carterita y le ofrece uno. Enciende ambos y observa el intenso temblor en la mano de Víctor.