Víctor le explica que dentro de la maleta blanca, cabe perfectamente la anaranjada que escogió Van Dongen para transportar el dinero del rescate. Víctor ya ha tomado las medidas de ambas, y la una cabe holgadamente dentro de la otra.
De inmediato, ambos se ponen los guantes y comienzan a armar el equipo de pesca, que viene dentro del estuche de lona negra.
A las 08:20 Víctor termina de armar las seis partes de una base met lica rectangular, que ubica frente a la ventana del balcón. La base está provista, en su parte anterior, de un tubo de inox, de unos 40 centímetros de altura. Víctor introduce en el tubo la caña de pescar, de un grueso material pl stico, imitación madera, capaz de flexionarse ante cualquier peso inferior a cien kilos, pero sin llegar jamás a la U. Fija la caña con un dispositivo de seguridad y luego le ajusta el reel.
Cuando Víctor abre la enorme maleta blanca y saca los bloques de cemento, Alicia lo mira hacer desconcertada. l emplaza los dos bloques en la parte posterior de la base met lica, uno encima del otro, y encima de ellos una almohada.
– ¿Y eso?
– La base debería ir atornillada al piso -dice Víctor jadeando todavía por el esfuerzo-, pero aquí no se puede. Se darían cuenta los de abajo. Pero eso no importa: entre tú y los bloques har n suficiente contrapeso. Ven, siéntate encima y prueba.
Ella se sube a la base, se acomoda sobre la almohada y hace girar el carrete.
Por el gesto de Víctor, que enciende un cigarro sonriente, todo parece funcionar normalmente, pero Alicia hace una mueca de duda:
– ¿Y tú est s seguro de que este trasto va a levantar 30 kilos?
– ¡Carajo, Alicia! Hace veinte años que pesco con equipos como este. El hilo y el reel pueden izar animales de ochenta kilos. Treinta, te los levanta como una pluma… Y el contrapeso que haces tú, más los bloques de hormigón, representa ciento diez.
Alicia hace girar de nuevo el reel.
Víctor mira en derredor, como buscando algo. Por fin abre un armario y saca mediante sucesivos halones, la pequeña nevera del minibar. La desplaza con gran esfuerzo hasta el centro de la habitación y desaloja su contenido sobre el piso.
– Mira: esta mierda pesa como 40 kilos.
Coge enseguida el hilo de pescar, y con destreza marinera, amarra la nevera por su cuatro lados y remata con un par de nudos corredizos. Alicia lo observa, muy interesada.
– ¡Dale, ponlo a girar!
Alicia da varias vueltas al carrete, sin ningún esfuerzo. Al ver que la nevera se eleva, se lleva una mano a la boca. Está asombrada de poder izar con tanta facilidad aquel peso, hasta casi medio metro del suelo.
– ¿Convencida? Ahora atiende.
– Cuando hayas subido la maleta con el dinero, la metes dentro de la otra, la amarras a este carrito y luego embalas sin prisa el equipo. No tienes por qué apurarte. En unos 5 a 7 minutos puedes estar saliendo hacia el ascensor. No tendr s ningún problema. Lo importante es que actúes con naturalidad y mucha calma.
Alicia asiente y mira con desconfianza los bloques de hormigón.
– Y cuando encuentren aquí estos tarecos ¿qué?
– Nada. Por el pasaporte que les dimos, descubrir n que el cuarto lo reservó un tal Hendrick Groote. La policía va a suponer que los secuestradores le usaron el pasaporte para tomar el cuarto a nombre suyo. Y como el pobre Rieks no les podr contar nada…
– ¿Y si después algún empleado del hotel reconoce el estuche negro ese del equipo de pesca? ¿No es tuyo…?
– Justamente, el original no es negro, sino verde, con varias inscripciones y el dibujo de un delfín en amarillo. Pero hace un par de días le dí varias manos de pintura negra. Nadie lo podría reconocer. Además, cuando lleguemos a la casa lo voy a quemar.
– Eres un genio del mal -lo celebra ella, pero sigue preocupada, nerviosa-. ¿Cu nto pesa el equipo?
– Casi ocho kilos.
– Y treinta kilos de la maleta, más los ocho del equipo en este carrito tan endeble ¿no ser demasiado para mí?
– Esto no es nada endeble: son varillas de acero.
Víctor se para sobre la base del carrito y se coge de una de las varillas superiores. Luego se acuclilla y la conmina:
– Si no me crees, inténtalo conmigo, que peso 80 kilos.
Alicia pasa algún trabajo al principio, para ponerlo en movimiento.
Sobre la marcha, Víctor le acaricia las piernas.
A pesar del jugueteo y las cosquillas, en efecto, Alicia logra moverlo por la habitación con relativa soltura.
Karl Bos, de una contadora autom tica de billetes, recoge un último fajo y se lo entrega a Víctor. Víctor lo introduce en otra maquinita, que lo envuelve por la parte más angosta, con una cinta de un material pl stico transparente. La cinta se adhiere a sí misma, pero no a los billetes, y cada cinco centímetros lleva estampado un número y el texto ABN-AMRO dentro de un óvalo azulado.
– Recuenta tú, ahora, el número de fajos -dice Bos a Van Dongen.
– No hace falta contarlos, Karl. La cinta fajadora te lo dice. Mira, los cuatro últimos fajos tienen impresos los números 297, 298, 299 y 300. Trescientos fajos de 10 000 dólares hacen los tres millones. No hay error posible.