Читаем Adiós Muchachos полностью

Hacía unos cuatro años, antes de empezar a pedalear, Alicia había tenido una aventurilla con un dirigente de alto nivel, hombre casado, que mucho se cuidaba de no ser visto en sus travesuras. Habían sido varios encuentros, siempre en un carro de matrícula particular, que el hombre estacionaba en el mismo lugar: calle 38 del Nuevo Vedado, una paralela a la avenida que une el Zoológico con el Bosque de la Habana. Junto a la enorme fosa que hace allí el terreno, Alicia había visto una unidad militar con instalaciones soterradas. Pero al pasar casualmente por allí a principios de año, se encontró con que la unidad había sido desmantelada. Y no existía tampoco la alambrada con los arbustos que vedaban el acceso y la vista hacia el fondo de la fosa. Vio unas volquetas y una motoniveladora, que estaban acarreando arena y tierra, sin duda para alguna construcción. En su extremo elevado, la Calle 38 tiene unas pocas casas y un solo edificio de varias plantas, en construcción; pero en sus cuatrocientos metros finales, cuando desciende en una curva muy cerrada hacia el río Almendares, queda limitada a la izquierda por un alto farallón rocoso, y por la fosa a la derecha. Al desaparecer la unidad militar y no haber viviendas del otro lado, el lugar resulta perfecto para el amor furtivo; y para deshacerse de un cadáver.

En cuanto Alicia se lo propuso, Víctor fue al lugar y lo encontró excelente.

– Okey, está bien. Manos a la obra -aceptó Alicia.

– Tenemos que ponerlo de nuevo a descongelarse.

– ¿Y para qué descongelarlo?

– Para poder malquillarlo un poco, vestirlo y ubicarlo en la parte de atr s del carro. Tú te le sientas al lado y puedes fingir que…

Alicia hace un gesto como si fuera a vomitar:

– No, Víctor, no resisto una sola manipulación más con el cadáver. Pong moslo dentro de un saco, doblado, así como está y nos lo llevamos en el maletero.

Victor se queda mir ndola, se muerde un labio; inclina la cabeza, pensativo, y vuelve a mirarla. Duda.

[17:30]

Entra un Peugeot al garaje y cuando la puerta autom tica se cierra tras él, se apea el bigotudo Víctor. Tras quitarse la peluca, saca de un bolsillo unos papeles y se los entrega a Alicia.

– Toma. Gu rdalos tú. Son los papeles que me dieron en Rent-A-Car.

Mientras Victor se despega el bigote, ella dobla los papeles y comenta:

– El cadáver estaba otra vez pegado al fondo. Tuve que desconectar el freezer y echarle un poco de agua tibia.

Ambos caminan hacia la cocina. La mesa está repleta de las vituallas que Alicia ha desalojado. El abre la tapa del freezer y ella extiende sobre el piso un par de s banas de dos plazas. Entre los dos tumban el freezer. El cadáver, en posición fetal, resbala hacia el piso. Víctor lo seca con una toalla. Ella hace un gesto de desagrado. Finalmente, Víctor lo deposita sobre una s bana, lo envuelve y luego, con dos de sus puntas, hace un amarre sobre la cabeza, y con las otras dos, sobre los pies. Alicia hala por el nudo de los pies y Víctor por el de la cabeza y lo arrastran hacia el garaje.

[19:10]

La madre de Alicia abre la puerta y un hombre sonriente la saluda.

Es un trigueño apuesto, de unos 40 años.

– ¡Fernando! ¿Tú aquí…?

Fernando la abraza.

– Acabo de llegar -habla con notorio acento argentino-. Vengo directo del aeropuerto…

– ¿Pero cómo no nos avisaste?

– Quería darles la sorpresa…

– Ay, chico, qué mala suerte la tuya. Alicia anda atareadísima con sus clases y ex menes… Me dijo que hoy iba a estar en casa de una amiga, estudiando hasta tarde…

– Bueno, entonces sigo hasta el hotel y así descanso un rato. Si viene Alicia decíle que por la noche la llamo.

– ¡Qué sorpresa se va a llevar!

– ¿Me prometés guardar un secreto y no decirle nada a ella?

– Sí, claro…

– Vine a casarme con Alicia.

Margarita se lleva una mano al pecho y abre la boca y los ojos en un gesto de enorme sorpresa.

[19:22]

El Peugeot termina de escalar la empinada cuesta que nace junto al Jardín Zoológico de La Habana. Al culminarla, cuatro cuadras más arriba, toma hacia la derecha el desvío de la Calle 38, por la que desciende, esta vez en un pronunciado declive.

Pasa de largo junto a las casas de la parte alta. Al pie de un edificio en obra, hay tres o cuatro personas inactivas. Cuando el Peugeot desciende unas dos cuadras hacia el río, se oye un ladrido. Otros le hacen eco.

Al estacionar junto a una fosa, las ruedas descansan sobre el borde de un acantilado de ocho metros.

En la calzada no se ven carros estacionados. Ni transeúntes. Tras un minuto de inmovilidad y silencio, Víctor se apea por un lado y Alicia por el otro y se reúnen junto al maletero. Miran en todas direcciones.

– ¡Ahora! En esta oscuridad nadie nos ve.

Abren el maletero, cogen el fardo por los nudos y lo depositan al borde del precipicio. Víctor saca un cuchillo, corta por debajo de cada nudo y le pasa la tela cortada a Alicia. Luego se agacha, coge el envoltorio por un extremo, lo alza con fuerza y hace que el cadáver gire hacia el vacío. Tres segundos después, el ruido sordo del impacto en el fondo, rebota contra los farallones.

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