Cuando un viajero llega a Moscú para hacer transbordo, siempre lleva billete y cuenta con que más tarde o más temprano seguirá viaje en la dirección que se ha propuesto. En cambio, en Presnia, al final de la guerra y los años que siguieron, no sólo los recién llegados, sino también los altos mandos e incluso los jefes del Gulag no tenían idea de adonde iba a ir cada cual. No habían cristalizado todavía los procedimientos penitenciarios, como ocurriría en los años cincuenta, y no había instrucciones escritas en cuanto a itinerarios ni destinos; en todo caso, sólo recomendaciones de servicio: «¡Estricta vigilancia!», «¡Destinar exclusivamente a trabajos comunes!». Los sargentos a cargo de las escoltas llevaban los rimeros de expedientes penitenciarios —unas carpetas reventadas, atadas de cualquier manera con un bramante deshilachado o su sucedáneo, un cordón de papel trenzado— hasta un edificio de madera separado de la prisión donde estaban las oficinas, y allí los tiraban en cualquier repisa, sobre las mesas, bajo las mesas, debajo de las sillas o sencillamente en el suelo del pasillo (exactamente igual a como se amontonaban sus titulares en las celdas). Y una vez allí, los cordeles acababan desatándose, se desparramaba el contenido y todo se mezclaba. Había una, dos y hasta tres habitaciones atiborradas de expedientes revueltos. Las secretarias de la oficina de la cárcel —mujeres en libertad, perezosas y bien comidas, con vestidos de vivos colores— sudaban de tanto calor, ocupaban el tiempo en abanicarse y pelar la pava con los oficiales de la cárcel y de la escolta. Ninguna de ellas quería meterse en aquel caos, ni tenía fuerzas bastantes para ello. ¡Pero había que dar salida a los trenes, un convoy de vagones rojos varias veces por semana! Y también había que expedir cada día un centenar de hombres en camiones a los campos vecinos. Y cada zek tenía que ser enviado junto con su
Se confiaba este trabajo a varios capataces, que eran
La sumisión al destino, la renuncia absoluta a toda veleidad de organizar la propia existencia, la conciencia de que no nos es dado adivinar qué será mejor o peor, pero de que es fácil dar un paso del que algún día haya que arrepentirse, todo esto libera de modo parcial al preso de su yugo, le confiere serenidad e incluso cierta nobleza.