Читаем Archipielago Gulag полностью

En los años en que el lugar de destino no figuraba en los expedientes penitenciarios, las prisiones de tránsito se convirtieron en mercados de esclavos. Se recibía muy bien en las prisiones de tránsito a los compradores,un término que, sin el menor matiz de sorna, se oía cada vez con mayor frecuencia en pasillos y celdas. Del mismo modo que la industria no podía permitirse esperar apáticamente a que llegaran los recursos asignados por la administración central y prefería enviar a sus propios corredores para acelerar y dar un espaldarazo a los trámites, las autoridades del Gulag debían procurarse refuerzos por su cuenta, pues en las islas los nativos morían como moscas. No es que valieran un rublo, pero es que seguían constando en los estadillos y ello ponía en entredicho el cumplimiento del plan. Los compradores debían poseer ingenio y un buen ojo para saber escoger lo que se llevaban, no fuera a ser que les endosaran, entre las demás cabezas, a inválidos y enfermos desmedrados. Mal comprador era aquel que elegía las partidas guiándose por los expedientes: un mercader concienzudo debía exigir que hicieran desfilar ante él la mercancía en carne y hueso, más aún, en cueros. Así mismo era como lo decían, sin sonreír: la mercancía.«¡Vamos a ver qué mercancía os han traído!», decía un comprador en «la estación» de Butyrki mientras examinaba a conciencia a Ira Kalina, una muchacha de diecisiete años en la que había puesto los ojos.


Si es que llega a evolucionar la naturaleza humana, no lo hace mucho más deprisa que el perfil geológico de la Tierra. Y aquella curiosidad, delectación y ansias de probar que sentían los tratantes hace veinticinco siglos en los mercados de mujeres con toda seguridad dominaba también, en 1947, a los funcionarios del Gulag en la prisión de Usman, cuando una veintena de hombres con uniformes del MVD se colocaban tras unas mesas cubiertas con sábanas (para darle a aquello alguna ceremoniosidad, pues pese a todo les resultaba incómodo) mientras un grupo de reclusas después de haberse desnudado por completo en un box contiguo, pasaba ante esos oficiales sin calzado siquiera, teniendo que darse la vuelta, detenerse y responder preguntas. «¡Baja las manos!», ordenaban a las que habían adoptado la púdica pose de las estatuas clásicas (y es que no podían elegir a la ligera a sus concubinas y a las de quienes les rodeaban).


Distintas manifestaciones anunciaban al recién llegado la lucha del mañana en los campos y esta pesada sombra ocultaba al novato los inocentes goces espirituales de la prisión de tránsito.


Durante un par de noches tuvimos en nuestra celda de Presnia a un preso con destino especialque estuvo echado a mi lado. Ir con destino especial quería decir que la administración central había expedido al preso con una cédula que le seguía de un campo a otro y en la que se hacía constar que, por ejemplo, era técnico de la construcción y que sólo como tal se le podía utilizar en el nuevo lugar de reclusión. El preso con destino especial viaja en un vagón-zak como todos los demás y en las prisiones de tránsito lo encierran en las celdas comunes, pero su alma no tiembla: la cédula lo protege, no lo llevarán a talar bosques.


Una expresión cruel e intrépida era el rasgo principal de este presidiario, que había cumplido ya la mayor parte de su condena. (No sabía yo aún que con el tiempo en todos nuestros rostros se grabaría la misma expresión, pues ésas son las facciones nacionales de los isleños del Gulag. Las personas con expresión dulce y benévola mueren pronto en las islas.) Contemplaba él nuestros primeros forcejeos con una sonrisa irónica, como se contempla a unos cachorros de dos semanas.


¿Qué nos espera en el campo? Compadecido de nosotros, decidió instruirnos:


—Desde el primer momento en el campo, todo el mundo procurará engañaros y robaros. ¡No os fiéis de nadie más que de vosotros mismos! Estad siempre vigilantes, no sea que tengáis a la espalda a alguien dispuesto a echaros una dentellada. Hace ocho años llegué yo al campo de Kargopol tan ingenuo como ahora vosotros. Nos bajaron del tren y la escolta se dispuso a conducirnos: diez kilómetros hasta el campo sobre nieve profunda y mullida. Se acercaron tres trineos. Un hombre fuerte, de mediana edad, al que la guardia no impidió acercarse, nos anunció: «¡Amigos, dadme vuestras cosas, que os las llevaremos!». Nosotros recordamos que en los libros siempre llevan la impedimenta de los presos en carros, así que pensamos: bueno, pues no son tan inhumanos en este campo, mira, alguien hay que se preocupa. Dejamos nuestras cosas. Partieron los trineos. Eso fue todo. Nunca más volvimos a ver nada. Ni siquiera los sacos vacíos.


—¿Pero cómo puede ser esto? ¿O es que allí no hay ley?


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