No resultó sorprendente que nos encontráramos en el equivalente hwarhath de un vestuario, y no resultó sorprendente que él se hubiera olvidado de llevar un peine de mango largo. (Mats no repara en los detalles, salvo en el teatro.) Lo encontré sentado en el extremo de un banco, intentando llegar a la cabellera que se extendía entre sus paletas con un peine sin mango.
Le dije: «Déjame a mí.» Me senté detrás de él y cogí el peine. Durante un rato no hubo problema. Los hwarhath pasan mucho tiempo acicalándose unos a otros. Es una actividad bastante impersonal, y yo la había practicado mucho con Gwarha.
El pelo crece en distintos ángulos y en diferentes partes del cuerpo de los hwarhath; yo había aprendido a manejarlo modificando el ángulo del peine. Sabía cómo deslizado por el pelaje enmarañado sin provocar dolor, y cómo deshacer los enredos del penacho de pelo más largo que va desde la parte superior de la cabeza de un hwarhath hasta la base de su columna. Sabía qué clase de presión resulta agradable y cómoda.
Seguramente estaba pensando en Gwarha o en algún otro de los jóvenes que me habían estado arrojando al suelo en la sala de hanatsin. De pronto me di cuenta de que ya no tenía la mano libre apoyada sobre el hombro de Matsehar, sino que la movía de arriba abajo. Estaba rozando con ella —acariciando— el grueso músculo del hombro y desplazándola hacia el pelo maravillosamente sedoso del cuello y la columna.
Mats estaba quieto y ya no se apoyaba en mí. Noté en él cierta incomodidad por la forma en que estaba sentado y por la tensión del músculo, debajo de mi mano.
Su reacción me sorprendió un poco, pero no demasiado. Algunos hombres hwarhath carecen de interés por el sexo. En su cultura no hay nada vergonzoso en esto: no tienen que mentir, ni que fingir. Algunos son monógamos. Gwarha lo es, por lo general. Según él, la recompensa de la promiscuidad no guarda relación con el esfuerzo que supone. Dedicando la misma energía a su carrera puede obtener algo realmente beneficioso para sí y para su linaje. Y finalmente hay montones de hwarhath, la abrumadora mayoría, que no sienten el menor interés por mí.
Murmuré una disculpa y terminé de peinarle la espalda, ahora con movimientos rápidos y tan impersonales como pude; luego me puse de pie y le devolví el peine. Me dio las gracias sin mirarme y en tono desdichado.
—No te preocupes por esto, Mats. Ya conoces mi fama. Era casi inevitable que lo intentara. No volverá a suceder.
Él levantó la vista; una expresión de tristeza le cubría el rostro.
Evité tocarlo. Le dije:
—Anímate —algo que puede decirse en la lengua hwarhath principal, aunque para ellos significa «no seas pesado», más que «no estés triste».
Siguió con su expresión de muda desdicha.
—Hablaremos más tarde —le dije y me marché.
Pasé unos veinte días sin verlo. Evidentemente, me estaba evitando. No iba a perseguirlo. Pasé más tiempo trabajando y con Gwarha, cada vez que podía.
Una noche, Gwarha me dijo:
—¿Qué ocurre entre tú y el portador Eh?
Le di una respuesta evasiva.
Gwarha miró la mesa que tenía delante. Estaba jugando a otro juego de tablero. Recuerdo cuál era: el eha. El tablero era un cuadrado delgado de madera, de color claro y veta fina, con una red de líneas rectas talladas. Donde las líneas se cruzaban había agujeros: allí se colocaban las piezas. Éstas eran pequeños guijarros redondos recogidos de los ríos de la tierra de Ettin. En un juego como es debido, las piezas siempre son de la tierra del jugador. Lo ideal es que el jugador las haya recogido. Los maestros del juego se pasan cientos de días buscando las piedras de tamaño exacto. Gwarha no es un maestro y nunca ha tenido tiempo para eso. Las piedras se las envió una de sus tías.
Movió una piedra y me miró.
—No es el tipo de hombre que suele interesarte, y él… he oído dos rumores. Uno es que no siente interés por el sexo. El otro, que le gustan los actores que se dedican a los papeles femeninos.
—Has estado investigando.
—Me gusta estar al tanto de lo que haces. —Miró el ordenador, que estaba en el sofá, a su lado. El programa recreaba el estilo de un maestro de eha muerto hacía tiempo—. ¡Ah! Tengo un problema.
Me quedé callado un rato; estaba furioso. Hay momentos en los que la constante lucha dentro de la sociedad masculina de los hwarhath —los chismorreos, la costumbre de espiar y de maniobrar para alcanzar una posición— resulta agotadora, al menos para mí, aunque nunca para Gwarha.
Finalmente dije:
—Lo intenté. Fui rechazado. Ahora el portador se oculta en los rincones en cuanto me ve.
—Muchachito estúpido —comentó Gwarha y movió otra piedra.
Mats me llamó algún tiempo después.
—Tengo que hablar contigo, Nicky, y necesito un lugar seguro.
Se refería a un lugar en el que nadie pudiera escuchar, lo que no resultaba nada fácil dada la manía de los hwarhath por perseguirse mutuamente.