Читаем Club Shadowlands полностью

– Lo siento, pequeña. Vas a tener que someterte y tomar tu castigo. -Después de acariciarle el pelo, se acercó a la pared. Ella giró la cabeza, tratando de no perderlo de vista. Su respiración se detuvo. Las luces parpadeantes en la pared habían ocultado lo que colgaba. Bastones y látigos y paletas y fustas. Un gemido se le escapó, y tiró más duro en contra de las restricciones.

Ella podía oír reír a la gente mientras luchaba. Un montón de gente.

Con las manos en la espalda, el Maestro se tomó su tiempo para contemplar los elementos, y su angustia creció. No, no el látigo, lo prometiste. Por favor, no el horrible bastón largo y rígido. Y luego él tomó una pala redonda del tamaño de la cabeza de una persona.

– Esto parece ajustarse a las necesidades, -dijo. Le tocó la mejilla con suavidad y le dijo, ya sin susurrar, -Jessica, ya que eres nueva en esto, haré que sea fácil. Tienes permiso para gritar, llorar, maldecir, suplicar… incluso para permanecer en silencio. Cualquier cosa que hagas será aceptable por este momento.

– Idiota, no me digas lo que puedo hacer. -Estaba tan enojada, tan frustrada, tan aterrorizada que sintió lágrimas brotando de sus ojos.

– Jessica, acabo de hacerlo.

Desapareció detrás de ella, y lo siguió tanto como pudo, no podía girar la cabeza lo suficiente como para verlo. Los miembros del club estaban alineados en torno a la zona acordonada, observando. Espectadores de un show en vivo. Ella los odiaba a ellos tanto como a él.

Alguien le levantó la falda y las sonrisas aparecieron. Sus dientes se apretaron mientras el calor le quemaba la cara. No llevaba ropa interior, todo su trasero estaba desnudo en el aire, donde todo el mundo lo podía ver.

La voz del Maestro.

– Un bonito pequeño culo, ¿no te parece, Maestro Smith?

– Muy bonito.

El Maestro Z masajeó sus nalgas, lentamente, suavemente. Pasó los dedos sobre su piel desnuda, su toque sensual, cada vez más íntimo mientras trazaba el pliegue entre las nalgas y los muslos. Su conciencia se redujo a tan sólo su tacto, y luego se quedó sin aliento cuando sus dedos acariciaron entre sus piernas, resbalando en la humedad allí hasta que sintió la necesidad de que se deslizara dentro de su cuerpo como el aire caliente a través de una ventana abierta.

Y se alejó, dejándola palpitante.

– No estableceré un número específico -dijo la voz del Maestro Z. -Voy a decir cuándo parar.

Y algo golpeó su trasero con una horrorosa bofetada. Sus piernas se sacudieron, y el dolor quemó su piel, un terrible dolor. Ella tironeaba de las restricciones mientras desesperadamente… ¡Zas! La quemadura bajó directo a sus dedos de los pies. Cerró la boca al grito, no iba a gritar ni a llorar, ver si… ¡Zas! Su trasero estaba en llamas. Otro golpe, luego otro, cada uno la hacía poner en puntitas de pie, su cuerpo arqueándose en el banco.

Y luego todo se detuvo. Tratando de no llorar, ella apoyó la frente sobre el cuero.

– Como las partes ofendidas, por favor, tomen tres golpes cada uno, -dijo el Maestro Z, su voz tan cortés como si fuera un elegante camarero.

Jessica sacudió su cabeza frenéticamente. No más. Las lágrimas se filtraban de sus ojos, viendo al Maestro Z borroso cuando se agachó junto a ella.

– Dolerá menos si te puedes relajar, -murmuró, secándole las lágrimas de sus mejillas.

– Por favor…

– Puedes tomar más. -Se estiró por debajo de la mesa, ahuecando sus pechos colgando. -Tomarás más. -Él asintió con la cabeza a alguien y ¡zas!

Un grito escapó esta vez. ¡Zas! ¡Zas! Esto dolía mucho, y sollozó.

Con una mano, el Maestro le acariciaba la espalda, la otra mano sostenía su pecho en un agarre íntimo. Sus dedos sobre el pezón, incluso a través del dolor ella podía sentir su toque, creándose las más extrañas sensaciones en su interior.

Zas. Sólo una nalga. Otro golpe en la otra. Y un golpe a través de la parte superior de su muslo que la hizo gritar.

– Lo siento -sollozó ella, mirando al Maestro, intentando lograr que él le crea. -No tenía intención de causar problemas, de verdad.

Sus ojos se suavizaron.

– Lo sé, pequeña. -Él se puso de pie, caminó hacia el extremo de la mesa fuera de su vista. Ella gimió. ¿Qué iba a hacer? No más, por favor, por favor, por favor.

Algo tocó su trasero, y ella gritó más por el miedo que por el dolor.

– Rosada y tierna. Pobre gatito, -dijo el Maestro. Sus manos acariciaron su trasero, doloroso y sin embargo casi excitante. La sensación de necesidad regresó. -Libérala. El castigo ha terminado.

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