Mientras empujaba el lujurioso cuerpo de Jessica apretándolo contra él, Zachary podía sentir su reacción, tanto en su cuerpo como en su mente. Miedo, sí. Pero la excitación aún persistía, lo que le sorprendió al principio. Por otra parte, incluso una persona perfectamente recta sería excitada por el Club, para una sumisa, incluso una principiante, las actividades en la sala serían el país de los sueños eróticos.
Y se había convertido en una pesadilla. Él nunca debería haberla dejado entrar aquí, y la culpa se clavaba en sus entrañas como un cuchillo sin filo. Pero él tal vez podría hacer esto más fácil para ella, no es que ella entendiera sus acciones o cómo la excitación podría cambiar la calidad del dolor.
Manteniéndola apretada contra él, le acarició el cuello, respirando su aroma a vainilla. Ella se estremeció.
– No estás lista para un látigo, -le susurró, sus labios rozando su oreja, sintiendo cómo el miedo y la emoción crecían en su interior. -Dudo que alguna vez disfrutes de ese dolor.
Sin disminuir la presión sobre sus brazos, movió las manos para ahuecar sus pechos. Si ella no se sentía atraída por él, no se excitaba, esto sería un comportamiento reprobable, pero sus pezones se pusieron duros como piedras debajo de su tacto. Ignorando a la multitud que se acumulaba detrás de ellos, él se centró en provocar el calor en ella. Sus pechos eran suaves y redondos, pesados. Ella, indudablemente, podía sentir el calor de sus manos a través del delgado material de la camiseta.
Ella podía sentir el calor de él a través de la camiseta mientras sus pulgares le frotaban los pezones, enviando ardientes sensaciones quemando a través de su cuerpo.
– Ya basta, -susurró ella, retorciéndose en su inflexible agarre. Su corazón latía con miedo, a pesar de que era muy consciente de sus manos sobre ella, de cómo su cuerpo más grande la mantenía fácilmente en su lugar. Era el Maestro quien la tenía en sus brazos, El Maestro, que la hacía sentir segura, sólo que no había seguridad aquí.
Sintió algo cerrarse alrededor de sus tobillos.
– ¡Hey!
El hombre y la mujer golpeada estaban arrodillados a cada lado de ella. Trató de patearlos y no pudo mover sus piernas. Habían atado los tobillos a las patas del banco.
– Déjame ir, maldita sea. Yo no estaba de acuerdo con…
– En realidad, sí -Murmuró el Maestro. -Tengo tu firma. Las sanciones por la interrupción de una escena se explican en detalle en la tercera página.
– De ninguna manera. -Ella trató de retorcerse para liberarse. -Maldito seas, déjame ir.
Él la abrazó con tanta facilidad como lo haría con un cachorro, sus brazos alrededor de ella dándole tanto consuelo como miedo.
– Maestro Smith, ¿podría bajar el frente varios centímetros, por favor?, -Dijo el Maestro. -Y levanta todo el banco unos treinta centímetros. -Incluso mientras hablaba, embromaba a sus pechos, rodando los pezones, acariciando la parte inferior.
Cuando movió una mano hacia abajo para presionarla contra su montículo, una ola de calor rodó a través de ella. Luchó más duro, pero no podía alejarse de sus atenciones, e incluso su miedo no podía reprimir la sensación de excitación. ¿O era su miedo que la intensificaba?
El banco estaba listo.
– Jessica, inclínate ahora, -dijo el Maestro Z. Ella tensionó su cuerpo para mantenerlo rígido. Estaría maldita si iba a ayudar de alguna manera.
Él dio un resoplido de risa, movió un brazo hacia abajo para cruzarlo por sus caderas e inclinó el pecho contra su espalda, forzándola a doblarse sobre el banco. Ella luchó inútilmente, jadeando por el esfuerzo. Tirando sus brazos hacia los lados, él aplanó su pecho directamente sobre el banco.
Dos arañazos más y se dio cuenta que la pareja siempre-tan-útil había encadenado sus muñecas a las patas del banco. Sus brazos estaban estirados en forma recta, y ella los sacudió inútilmente.
– No, maldición.
El Maestro caminó alrededor del banco. Estirándose debajo de ella, acomodó sus pechos de manera que cuelguen a cada lado de la estrecha parte superior del banco.
Jessica trató de mover sus piernas, para elevar su cuerpo desde el banquillo, pero estaba completamente restringida. El horror se precipitó a través de ella cuando se dio cuenta que con la cabecera del banco inclinada hacia abajo, su trasero sobresalía alto en el aire. Lanzando un resoplido de pánico, tiró de las correas de sus muñecas.
– Eres un cabrón, -se sacudió. -Déjame levantarme, o voy a demandarte. Yo…
– Gatita, -le dijo, acariciando su mejilla caliente. -Nadie lo hace. Las demandas hacen a las noticias, y nadie quiere admitir que ha estado aquí.
¿