– Gracias, oh, gracias. -Pasando a su alrededor antes de que él pudiera cambiar de opinión, ingresó a una pequeña sala de estar y se estrelló contra un cuerpo sólido. -Oomph, -resopló.
Firmes manos la agarraron por los hombros. Ella sacudió su pelo mojado de los ojos y miró hacia arriba. Y arriba. El tipo era grande, un buen metro noventa, los hombros lo suficientemente amplios como para bloquear la habitación contigua.
Él se rió entre dientes, sus manos suavizando el agarre sobre sus brazos.
– Ella está congelada, Ben. Molly dejó un poco de ropa en el cuarto azul, envía a alguna de las subs.
– Muy bien, jefe. -El bruto… Ben… desapareció.
– ¿Cómo te llamas? -La voz de su nuevo anfitrión era profunda y oscura como la noche afuera.
– Jessica. -Ella se apartó de su agarre para obtener una mejor visión de su salvador. Lacio pelo negro, plateado en las sienes, apenas tocando el cuello. Moreno, ojos de color gris con líneas de risa en las esquinas. Un rostro delgado, duro con la sombra de una barba añadiendo un toque de aspereza. Vestía pantalones negros hechos a medida y una camisa de seda negra que delineaba los fuertes músculos debajo. Si Ben era un Rottweiler, este tipo era un jaguar, elegante y mortal.
– Siento haber molestado… -comenzó.
Ben volvió a aparecer con un puñado de prendas de vestir doradas que se las arrojó a ella.
– Aquí tienes.
Ella tomó las prendas, sosteniéndolas alejadas para evitar que toquen la tela mojada.
– Gracias.
Una leve sonrisa se arrugó en las mejillas del jefe.
– Tu gratitud es prematura, me temo. Este es un club privado.
– Oh. Lo siento. -¿Y ahora qué iba a hacer?
– Tienes dos opciones. Puedes sentarte aquí, en la entrada con Ben hasta que pase la tormenta. El pronóstico indica que los vientos y la lluvia se calmarán alrededor de las seis más o menos por la mañana, y no conseguirás que una grúa atraviese por estos caminos rurales hasta entonces. O puedes firmar papeles y unirte a la fiesta de esta noche.
Miró a su alrededor. La entrada era una pequeña habitación con un escritorio y una silla. Sin calefacción. Ben le dirigió una mirada severa.
¿
– Tan impetuosa, -murmuró el jefe. -Ben, dale los papeles. Una vez que los haya firmado, o no, podrá utilizar el vestidor para secarse y cambiarse.
– Sí, señor. -Ben hurgó en una caja de archivos sobre el escritorio y sacó unos papeles.
El jefe ladeó la cabeza hacia Jessica.
– Te veré más tarde entonces.
Ben empujó tres páginas de documentos a ella y un bolígrafo.
– Lea las reglas. Firme en la parte inferior. -Él frunció el ceño. -Voy a buscarle una toalla.
Ella empezó a leer.
– Shadowlands. Ese es un inusual nom… -dijo ella, mirando hacia arriba. Ambos hombres habían desaparecido. Huh. Volvió a leer, tratando de enfocar sus ojos. La letra era demasiado pequeña. Sin embargo, ella nunca firmaba nada sin haberlo leído.
El agua formó un charco alrededor de sus pies. Sus dientes rechinaron tan fuertes que tuvo que apretar la mandíbula. Había un código de vestimenta. Algo sobre la limpieza del equipamiento después de su uso. A mitad de la segunda página, sus ojos comenzaron a ver borroso.
Giró a la última página y garabateó su nombre.
Cuando Ben regresó, comprobó los documentos con su firma, le dio una toalla, y la llevó a un baño opulento afuera de la entrada. Una sala con puertas de vidrio a un lado frente a una pared de espejos con lavamanos y mostradores.
Se miró en el espejo e hizo una mueca: mujer baja, regordeta, rala cabellera rubia, tez pálida ahora azul por el frío. Sorprendente que ellos incluso le hubieran dejado atravesar la puerta. Ubicando la ropa prestada sobre el mostrador de mármol, pateó los zapatos y trató de desabrocharse la camisa. Sus manos estaban entumecidas, temblando incontrolablemente, y una y otra vez, los botones se le escapaban de los dedos rígidos. Ni siquiera podía lograr sacarse sus pantalones, y se estremeció con tanta fuerza que sus huesos le dolieron.
– Maldita sea -murmuró y volvió a intentarlo.
La puerta se abrió.
– Jessica, ¿estás…? -El jefe. -No, obviamente no estás lista. -Entró, una oscura figura oscilando delante de su visión borrosa.
– Permíteme. -Sin esperar su respuesta, la despojó de sus ropas como si fuese una niña de dos años, incluso quitándole el sujetador y las bragas empapados. Sus manos estaban calientes, casi quemaban, contra su piel fría.