Читаем Cuentos de la Alhambra полностью

Mohamed alcanzó una triste celebridad por su valor en esta conquista, no menos que por el honor de haber influido en el ánimo de Fernando para que dulcificase las crueles costumbres establecidas en la guerra. Cuando en 1248 se rindió la famosa ciudad de Sevilla a los monarcas castellanos, regresó Mohamed a sus dominios triste y taciturno, pues vio claramente las desgracias que amenazaban a la causa musulmana, lanzando con frecuencia esta exclamación que solía decir en momentos de pena y ansiedad «¡Cuán angosta y miserable sería nuestra vida si no fuera tan dilatada y espaciosa nuestra esperanza!»

Cuando el abatido Alhamar se aproximó a su adorada Granada salieron a recibirle sus súbditos, impacientes por saludarle, pues lo amaban como su bienhechor. Habían erigido arcos de triunfo en honor de sus hazañas de guerra, y dondequiera que pasaba lo aclamaban llamándole «El Ghalib», esto es, «El Victorioso». Mohamed movió su cabeza al oír esto, y exclamó: «¡Wa la ghalib ila Allah!» -«¡Sólo Dios es vencedor!»-. Desde entonces adoptó esta sentencia por divisa, y la hizo grabar sobre una banda transversal en su escudo de armas, y siguió siendo en adelante el lema de sus descendientes.

Mohamed había comprado la paz sometiéndose al yugo cristiano; pero sabía que cuando elementos heterogéneos se hallan discordantes y separados por motivos de hostilidad inveterados y profundos, la armonía no podía ser segura ni permanente. Así, pues, siguiendo la antigua máxima «Ármate en tiempo de paz y arrópate aun en verano», aprovechó el intervalo de tranquilidad que disfrutaba para fortificar sus dominios y pertrechar sus arsenales, protegiendo al mismo tiempo las artes útiles, que dan a las naciones riqueza y poderío. Concedió asimismo premios y privilegios a los mejores artistas; fomentó la cría caballar y de otros animales domésticos y la agricultura, aumentando la feracidad natural del terreno por su iniciativa, haciendo que los hermosos valles del reino floreciesen como el más bello jardín. También concedió grandes privilegios al cultivo y fabricación de la seda, hasta que consiguió que los tejidos hechos en Granada sobrepujasen a los de Siria en finura y belleza de producción. Igualmente hizo explotar las minas de oro, plata y otros metales encontrados en las regiones montañosas de sus dominios, y fue el primer rey de Granada que acuñó monedas de oro y plata con su nombre, poniendo gran diligencia en que los cuños estuviesen hábilmente grabados.

Por este tiempo, hacia la mitad del siglo XIII y poco después de su regreso del sitio de Sevilla, comenzó el magnífico Palacio de la Alhambra, inspeccionando él mismo su construcción, mezclándose frecuentemente entre los artistas y alarifes, y dirigiendo sus trabajos.

Aunque tan espléndido en sus obras y grande en sus empresas, era modesto en su persona y moderado en sus diversiones. Sus vestidos no eran fastuosos, sino tan sencillos que no se distinguían de los de sus vasallos. Su harén tenía pocas mujeres, a las que visitaba rara vez; pero las rodeaba de gran magnificencia. Sus esposas eran hilas de los nobles más principales, y las trataba humanitariamente, como amigas y compañeras; y, lo que es más extraño, consiguió que viviesen entre sí en paz y amistad continua. Pasaba la mayor parte del día en sus jardines, y especialmente en los de la Alhambra, que había enriquecido con las plantas más raras y las flores más hermosas y aromáticas, y allí se deleitaba en leer historias o haciendo que se las leyesen, y en los momentos de descanso se ocupaba en instruir a sus tres hijos, a quienes había proporcionado los maestros más ilustres y virtuosos.

Como se había sometido franca y voluntariamente como vasallo tributario de Fernando, permaneció siempre fiel a su palabra, dándole repetidas pruebas de afecto y de lealtad. Cuando aquel renombrado monarca murió en Sevilla, en 1254, Mohamed Abu Alhamar envió embajadores a dar el pésame a su sucesor Alfonso X, y con ellos un ostentoso séquito de cien caballeros musulmanes de alto rango, para que velasen con cirios encendidos alrededor del féretro real en las ceremonias fúnebres. El monarca musulmán repitió este testimonio de respeto durante el resto de sus días a cada aniversario a la muerte del rey Fernando el Santo, e iban de Granada a Sevilla cien caballeros moriscos, asistiendo con blandones encendidos en la suntuosa catedral, rodeando el cenotafio del ilustre difunto.

Перейти на страницу:
Нет соединения с сервером, попробуйте зайти чуть позже