Lope decía siempre, por supuesto, que se le había muerto un hermano muy rico en América y que le había dejado heredero de una mina de cobre; pero los malignos charlatanes de la Alhambra insistían en afirmar que su riqueza provenía del tesoro que había descubierto en el Palacio árabe y que estaba guardado por dos ninfas de alabastro. Es digno de notarse que estas dos discretas estatuas continúan aún en el día con los ojos fijos en el mismo sitio de la pared; esto ha hecho suponer a muchos que todavía queda dinero escondido en aquel lugar y que bien vale la pena de que fije en él su atención el diligente viajero. Otros -y especialmente las mujeres- miran aquellas esculturas con extrema complacencia, como un monumento perpetuo que demuestra que las mujeres pueden guardar un secreto.
Mohamed Abu Alhamar, el fundador de la Alhambra
Después de habernos ocupado con alguna extensión de las maravillosas leyendas de la Alhambra, parece obligado dar al lector algunas noticias concernientes a su historia particular, o más bien a la de dos magnánimos monarcas, fundador el uno y finalizador el otro de este bello y poético monumento del arte oriental. Para estudiar estos hechos descendí desde la región de la fantasía y de la fábula, donde se colorea con los tintes de la imaginación, dirigiéndome a hacer investigaciones históricas en los viejos volúmenes de la antigua biblioteca de Jesuitas de la Universidad de Granada. Este tesoro de erudición, tan célebre en otros tiempos, es ahora una mera sombra de lo que fue, pues los franceses despojaron esta librería de sus más interesantes manuscritos y obras raras cuando dominaron en Granada. Todavía se conservan allí, entre sinnúmero de voluminosos tomos de polémica de los Jesuitas, algunos curiosos tratados de Literatura española, y, sobre todo, un gran número de crónicas encuadernadas en pergamino, a las cuales he profesado siempre singular veneración.
En esta vieja biblioteca pasaba sabrosísimas horas de quietud, sin que nadie viniese a perturbarme en mi tarea, pues me confiaban las llaves de los estantes y me dejaban solo para que escudriñase a mi placer; facultades que se conceden muy raras veces en estos santuarios de la ciencia, donde frecuentemente los insaciables amantes del estudio se ven tentados ante la vista de las fuentes de la sabiduría.
En el transcurso de mis visitas recogí estos breves apuntes referentes al asunto histórico en cuestión.
Los moros de Granada miraron siempre la Alhambra como una maravilla del arte, y era tradición entre ellos que el rey que la fundó era poseedor de las artes mágicas, o, por lo menos, versado en la alquimia, por cuyos medios se procuró las inmensas sumas de oro que se gastaron en su edificación. Una rápida ojeada sobre este reinado dará a conocer el verdadero secreto de su esplendor.
El nombre de este primer monarca granadino, tal como está escrito en las paredes de algunos salones de la Alhambra, era Abu Abad'allah -esto es, el padre de Abdallah-, pero se conoce generalmente en la historia musulmana por Mohamed Abu Alhamar -o Mohamed, el hijo de Alhamar- o simplemente Abu Alhamar, con el objeto de abreviar.