Читаем Cuentos de la Alhambra полностью

-¡Hija mía! -le dijo- He rezado con grandísima devoción a San Francisco, y ha escuchado mis oraciones. A medianoche se me apareció el santo bendito, en sueños, pero con el rostro como disgustado. «¿Cómo (me dijo) te atreves a pedirme que dé mi permiso para gozar de un tesoro de los gentiles, cuando ves la pobreza que reina en mi capilla? Ve a casa de Lope Sánchez y pide en mi nombre una parte de ese tesoro morisco para que se me hagan dos candelabros para el altar mayor, y luego que disfrute en paz el resto.»

Cuando la buena mujer oyó lo de la visión se persignó con terror, y yendo al sitio secreto donde su marido tenía escondido el tesoro llenó una gran bolsa de cuero de monedas de oro morunas y se las entregó al franciscano. El piadoso padre la colmó, en cambio, de bendiciones, en número suficiente para enriquecer a toda su raza hasta la última generación si el cielo las confirmara; y guardándose la bolsa en una de las mangas de su hábito, cruzó sus manos sobre el pecho y retirose con aire de humilde gratitud.

Cuando Lope se enteró de este segundo donativo a la Iglesia faltó poco para que perdiese el juicio.

-¡Esto no se puede sufrir! -exclamaba-. ¿Qué va a ser de mí? ¡Me robarán poco a poco, me arruinarán y me dejarán, Dios mío, a pedir limosna!

Con gran dificultad pudo su mujer apaciguarlo, recordándole las inmensas riquezas que todavía le quedaban y cuán moderado se había manifestado San Francisco, puesto que se había contentado con tan poca cosa.

Desgraciadamente, fray Simón tenía una extensa parentela que mantener aparte de media docena de rollizos chiquillos, de cabeza gorda, huérfanos y desamparados, de quienes se había hecho cargo. Repitió, pues, sus visitas diariamente, solicitando limosnas para Santo Domingo, San Andrés y Santiago, hasta que el pobre Lope Sánchez llegó a desesperarse, y comprendió que, si no se alejaba de este bendito varón, tendría que hacer donativos a todos los santos del calendario. Determinó, pues, en vista de esto, empaquetar el dinero que le quedaba y marcharse secretamente de noche a otro punto del reino.

Con este objeto compró un arrogante mulo y lo escondió en una tenebrosa bóveda debajo de la Torre de los Siete Suelos; desde este sitio -según se decía- salía por la noche el Velludo, caballo endiablado y sin cabeza, que recorría las calles de Granada perseguido por una jauría de perros de los demonios. Lope Sánchez no tenía fe en semejantes patrañas, y aprovechose del pavor que tales cuentos causaban, calculando, con razón, que nadie se aventuraría a ir a la caballeriza subterránea del espectro fantástico. Durante el día hizo salir a su familia, diciéndole que lo esperase en una aldea lejana de la Vega, y ya bien entrada la noche transportó su tesoro a la bóveda subterránea de la Torre, lo cargó luego en su mulo, lo sacó fuera y bajó cautelosamente por la oscura alameda.

El precavido Lope había tomado sus medidas con el mayor secreto, no dándolas a conocer a nadie más que a su cara mitad: pero, sin duda, efecto de alguna milagrosa revelación, llegaron, a oídos de fray Simón. El celoso padre vio que se le escapaba para siempre de las manos su querido tesoro, y determinó tomarlo por asalto en beneficio de la Iglesia y de San Francisco; por lo cual, cuando las campanas dieron el toque de ánimas y toda la Alhambra yacía en completo silencio, salió de su convento, y, encaminándose hacia la Puerta de la Justicia, se encontró entre los matorrales de rosales y laureles que adornan la alameda. Estúvose allí contando los cuartos de hora que iban sonando en la campana de la Torre de la Vela, oyendo el siniestro graznido de las lechuzas y los lejanos ladridos de los perros de las próximas cuevas de los gitanos.

Al fin percibió un ruido de herraduras, y al través de la oscuridad que proyectaban los árboles distinguió, aunque confusamente, el bulto de un caballo que bajaba por la alameda. El rollizo fraile se regocijaba pensando en la mala jugada que iba a hacer al honrado Lope.

Después de haberse remangado los hábitos y agachado como el gato que acecha al ratón, se mantuvo quietecito hasta que su presa estuvo enfrente de él, y entonces salió de su escondrijo, y poniendo una mano en el lomo del animal y otra en la grupa, dio un salto que hubiera dado honor al más aventajado maestro de equitación.

-¡Ajajá! -dijo el robusto fraile-. Ahora veremos quién gana la partida.

Pero no había hecho más que pronunciar estas palabras cuando el caballo empezó a tirar coces, a encabritarse y dar tremendos saltos, y luego partió a escape colina abajo. En vano trataba el reverendo fraile de sujetarlo, pues saltaba de roca en roca y de breña en breña; sus hábitos se hicieron jirones y su afeitada cabeza recibió tremendos porrazos contra las ramas de los árboles y no pocos arañazos en las zarzas. Para colmo de su terror, vio una jauría de siete perros que corrían ladrando tras él, y entonces comprendió, aunque ya era tarde, que iba caballero en el terrible Velludo.

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