Apresurose a subir la hija del buen Sánchez por una escalera especial que conducía a las habitaciones que ocupaba su familia. La puerta se hallaba, como de costumbre, abierta, pues el pobre Lope era tan escaso de fortuna que no necesitaba de cerrojos ni de barras; la chica buscó a tientas su colchón, y poniendo la guirnalda de mirto debajo de su almohada, durmiose profundamente. Por la mañana contó al padre todo cuanto le había acaecido en la noche anterior. Lope Sánchez lo creyó todo puro ensueño y se rió de la credulidad de su hija, marchándose de seguida a sus faenas de costumbre.
No hacía mucho tiempo que se hallaba en los jardines cuando vio venir a la muchacha corriendo y gritando sin alientos:
-¡Padre, padre! ¡Mire usted la guirnalda de mirto que la dama misteriosa me puso en la cabeza!
Quedose atónito Lope Sánchez, pues la rama de mirto era de oro purísimo y cada hoja una hermosa esmeralda. No estaba acostumbrado el pobre hombre a ver piedras preciosas e ignoraba el verdadero valor de la guirnalda; pero sabía lo bastante para comprender que era de materias más positivas que aquellas de que se forman los sueños, y «de todos modos -decía para sí- mi hija ha soñado con provecho». Su primer cuidado fue advertirle a la niña que guardase el más absoluto secreto; y en cuanto a esto, podía el padre estar seguro, pues poseía aquella criatura una discreción maravillosa con relación a su edad y a su sexo. Después se encaminó hacia la bóveda donde se hallaban las estatuas de alabastro, y observó que sus cabezas se dirigían a un mismo lugar en el interior del edificio. Lope Sánchez no pudo menos que admirar esta discretísima invención para guardar un secreto; tiró, pues, una línea desde los ojos de las ninfas hasta el punto donde se dirigían, hizo una señalita en la pared y se retiró. Durante todo el día la imaginación del jardinero se sintió grandemente agitada. No cesaba de dar vueltas y revueltas por el sitio de las estatuas, convulso y nervioso, no fuera que se descubriese el secreto del tesoro. Cada paso que oía por los próximos lugares le hacía temblar; hubiera dado cualquier cosa por poder volver a otro lado las cabezas de las esculturas, sin tener en cuenta que se hallaban ya mirando en aquella misma dirección durante algunos siglos, sin que nadie hubiera adivinado el objeto.
«¡Malos diablos se las lleven! -se decía a sí mismo-. ¡Van a descubrirlo todo! ¿Se ha visto nunca modo igual de guardar un secreto?» Además de esto, cuando oía que se aproximaba alguien, se iba silenciosamente a otro lugar, no fuera que andando por allí pudiera despertar sospechas. Luego volvía cautelosamente y miraba desde lejos para cerciorarse de que todo estaba seguro; pero la mirada fija de las dos estatuas le hacía estallar de indignación. «¡Y dele! ¡Allí están -decía para sus adentros- siempre mirando, mirando, mirando precisamente adonde no debieran mirar! ¡Mal rayo las parta! Son lo mismo que todas las mujeres; si no tienen lengua con qué charlar, esté usted seguro que hablarán con los ojos.»
Al fin, con gran satisfacción de Lope Sánchez, terminó aquel intranquilo día. Ya no se oía ruido de pasos en los acústicos salones de la Alhambra; fue despedido el último extranjero, la puerta principal cerrada y atrancada, y el murciélago, la rana y la lechuza se entregaron poco a poco a sus aficiones nocturnas en el desierto Palacio.
Lope Sánchez, sin embargo, aguardó a que estuviera bien avanzada la noche, y entonces se dirigió con su hija a la sala de las dos ninfas, a las que encontró mirando tan misteriosamente como siempre al sitio secreto del depósito. «Con vuestro permiso, gentiles damas -dijo Lope Sánchez al pasar por entre ellas-, os voy a relevar del penoso cargo que habéis tenido, y que os debe haber sido bien molesto, durante los dos o tres últimos siglos.»
A seguida se puso a explorar en el punto de la pared que había marcado anteriormente, y a poco quedó abierto un hueco tremendo, en el cual se encontró con dos grandes jarrones de porcelana. Intentó sacarlos fuera, pero hallábanse clavados, inmóviles: hasta que fueron tocados por la inocente mano de su niña, con cuya ayuda los pudo extraer de su nicho, y vio con inefable alegría que se encontraban repletos de monedas de oro morunas, de alhajas y de piedras preciosas. Llevose el buen Lope los jarrones a su cuarto antes de amanecer el nuevo día, y dejó las dos estatuas que los custodiaban con sus ojos fijos todavía en la hueca pared misteriosa.